En poco más 20 días de paro nacional el país se ha visto conmocionado a diario por noticias que cuentan los desmanes de la fuerza pública y de órganos institucionales, en donde han caído como víctimas los mismos ciudadanos que, de acuerdo al orden constitucional, es su deber proteger y velar por sus derechos; y quienes hoy se manifiestan en un ejercicio de legítima protesta contra un gobierno que, a falta de voluntad para negociar y dialogar, ha volcado hacia ellos los fusiles.
En Pereira, Lucas Villa —tal vez el caso más conmovedor y más sonado—, quien fue asesinado por civiles en el viaducto que conecta Pereira con Dosquebradas luego de que el alcalde Carlos Maya llamara a la conformación de un “frente común” con actores de la seguridad privada para restablecer el orden público; en Cali, Nicolás Guerrero, víctima del Escuadrón Móvil Anti Disturbios (Esmad) y con él cerca de una veintena de civiles. Y más recientemente el caso de Allison Meléndez, una joven que inocentemente se vio en medio de una protesta en la que no participaba y cuyas consecuencias fueron el abuso sexual por parte del Esmad, ultraje que terminó con su suicidio.
Durante estas dos semanas hemos visto por parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios un comportamiento a la altura de agrupaciones delincuenciales que evidencian la poca o nula implementación que se adelanta al interior de la institución en materia de derechos humanos: ataques a misiones médicas, detenciones ilegales a menores de edad, homicidio, sevicia, uso excesivo de la fuerza, ataques a la prensa y a defensores de los derechos humanos, uso de armas letales contra la población civil causándoles lesiones personales, perdidas de ojos y asfixia; todos estos actos se constituyen en una clara violación de los derechos humanos, que además cuentan con el beneplácito de un gobierno silente que dedica los máximos esfuerzos en negar la realidad de la grave situación social que atraviesa nuestro país —vimos hace algunos días celebrar un partido de futbol en medio de disturbios y estruendos que se filtraron en forma de gases al interior del estadio ocasionando la suspensión durante varios minutos de la contienda deportiva— y que de manera burlesca estigmatiza a quienes se manifiestan, mientras ratifica en sus cargos a los perpetradores de tales abusos.
Es inconcebible que en un gobierno democrático exista una fuerza policiva —cuasi militar— diseñada específicamente para la represión de los ciudadanos. El gasto público dedicado a la compra de armas y demás implementos de este Escuadrón de la Muerte es escandaloso: cerca de cuatrocientos noventa mil millones de pesos ($490.000.000.000) anuales destinados a tanques, bombas aturdidoras, gases lacrimógenos y fusiles de balas de goma. Tan solo durante la pandemia el gobierno planeo la compra de armamento por un valor de nueve mil quinientos millones de pesos ($9.500.000.000) para la adquisición de 81.000 gases lacrimógenos y 13.000 balas similares a las utilizadas en el asesinato de Dylan Cruz, otra víctima fatal de este escuadrón de la muerte.
Frente a esta problemática es necesario señalar que no podemos poner fusiles en manos de quienes no tienen un mínimo real de educación, un mínimo real deformación en materia de derechos humanos y un considerable desarrollo de habilidades socioemocionales y de diálogo. El resultado de hacerlo es el que vemos ahora: el despliegue de la fuerza bruta, autómatas que disparan bajo el amparo de una orden y que son incapaces de cuestionarse, siquiera, si tal vez alguno de quienes se manifiestan son sus hijos, hermanas, parientes, familiar eso, al igual que ellos, colombianos con derechos.
Es por ello que uno de los resultados de la lucha que adelantan miles de jóvenes en las calles —a quienes el ejercicio legítimo de su derecho a la protesta les ha costado incluso su vida— debe ser el desmonte de esta fuerza abusiva y antidemocrática. Este sería un gesto de paz por parte del gobierno, una invitación directa al diálogo.
También puede ser un buen momento para recordarle al gobierno que un libro pesa menos que un fusil y un lápiz cuesta menos que una bala.