Hace poco tiempo se desvaneció una utopía, el mito de la economía liberal. No resolvió los problemas del hambre y antes, por el contrario, amontonó a los pobres en los países subdesarrollados.
El tránsito se hizo de una sociedad teocéntrica medieval, que había perdido su logos, a un nuevo estadio, en cuyo escenario se posesionó el sujeto que comenzó a ejercer, con crudo individualismo, la nueva empresa histórica social.
El poder del rey, depositario del poder divino, el emperador plenipotenciario de Dios, concesionario de la potestad celestial, gran comisionista del Todopoderoso, fue trasladado a la sociedad y de ésta al Estado, mediante el ejercicio de la violencia. Castas avezadas se hicieron a su control político.
Ironía de ironías, violencia y guerra para fundar el Estado y violencia para mantenerlo. En esa dirección se han rotado y trasladado las naciones desde su fundación, como si se tratara de fuerzas gravitacionales que sostienen su destino.
Y como en el arte de la dramaturgia, el que maneja los trucos y la técnica, domina el escenario y juega a mantener hipnotizado al auditorio.
Hábiles en la parodia y la caricatura, inmemorialmente, las minorías dominantes han hecho de la guerra un sofá para que descanse la paz.
Fueron Bolívar y Morillo protagonistas en concebir una normativa humanitaria para poner fin, en derecho, a una guerra que tuvo episodios sucios y obscenos, como en todo conflicto, en el camino de resolver las relaciones conflictuales.
Desaparecida la voluntad del soberano, mediante el uso de la espada, se suponía que ingresaríamos a una sociedad premoderna.
Se impuso la lógica del individualismo, se aplastaron las culturas ancestrales, se invisibilizó la cultura afrodescendiente, se otorgaron papeles secundarios a los mestizos, se discriminó a las mujeres y, hasta la pobreza y la miseria, en los últimos tiempos, se convirtieron en una mercancía rentables.
El derecho, árbitro de la nación, fue un asunto de personas cultas y académicas y se lo trató como a una criatura adorable y “divina”; al igual que se escucha el mismo término en los cocteles y pasarelas de la moda.
Obtener el título de abogado, a mediados del siglo XIX en Colombia, se lograba con dos años universitarios o con un viaje al exterior. Ni los indígenas ni los negros podían darse el lujo de permanecer por algún tiempo en Madrid, Londres o París.
Víctimas fuimos de una ingenuidad universal. Hobbes nos dijo: Es la ley la que evitará que el hombre, “lobo del hombre”, devore a la sociedad, pues ella se funda en un contrato de coexistencia.
Hobbes y Rousseau, a pesar de un siglo de distancia, unidos ideológicamente, orientaron los cantos de sirena de nuestras democracias.
Embellecimiento lírico de nuestros deberes y derechos, más de nuestros derechos que de nuestros deberes, encuadernados en constituciones de lujo para compradores compulsivos y con preámbulos bucólicos apacibles para adormecer ciudadanos.
Delgados y tenues han sido los dispositivos del poder, glorificadores de las libertades por su carácter antimonárquico admirable. Entretanto, nos escondieron las cartas de Virginia:
“Cuando un gobierno resulta inadecuado o es contrario a estos principios (vida, libertad, seguridad y búsqueda personal de felicidad) una mayoría de la comunidad tiene el derecho indiscutible, inalienable e irrevocable de reformarlo, alterarlo o abolirlo de la manera que se juzgue más conveniente al bien público”.
¿Y, dónde están, “qué se ficieron”, los derechos humanos sociales, económicos y culturales?
El Estado colombiano ha sido vencido por la desigualdad social y la corrupción; vive sin aliento para practicar la convivencia política; arrasado por el hambre, la incertidumbre y la inseguridad, promovidos por el neoliberalismo que no ha terminado de llenar sus maletas de doble fondo desde finales del siglo pasado.
Privatizadas la salud, la educación y la vida, inmersos en la ilusión social, como sobrevivientes de la teoría liberal, convencidos que por vivir en un país donde se observan ilesas las libertades cívicas somos los más visibles exponentes de la felicidad en la Tierra, como si ella, por sí misma, fuera la última palabra de la emancipación humana.
Bien podríamos decir con Don Quijote: “A latigazos andamos Sancho en Colombia”.
Entretanto, el pacto de convivencia política no sale bien librado, se han escuchado en el hemiciclo parlamentario elogios que matan. La indocta y rústica adulación ha mostrado, con abundancia, que por esos caminos solo veremos muecas de espanto.
La antítesis de la paz mostrando las avenidas de la intolerancia, con una soberbia que deja percibir cuerpos extraños incrustados en las corporaciones que deben trabajar por la nación, mientras como alucinados nos aprestamos a tomar balcón, para observar inequidades e injusticias que se cometen desde hace dos centurias.
Salam Aleikum.