No, estimado lector; no es un deja vu. Pero usted si ha visto y oído algo de esto con anterioridad. Aunque parezca una especie de juego medio esquizofrénico de quien suscribe estas líneas, la verdad, la desgarradora y vergonzosa realidad es que, acá en el Cauca, la violencia en todas sus formas, en especial, la más grotescas y degradantes, hacen parte de nuestra normalidad.
La violentología, esa morbosa y autóctona especialidad epistemológica, tras esculcar en los vericuetos de nuestra historia, de nuestra sicología y hasta de nuestra genética, las causas primeras y últimas de este endémico baño de sangre, que desde tiempos inmemoriales recorre, pueblos, veredas y resguardos indígenas, aún hoy, no ha logrado cambiar en un ápice, esta herencia de sangre.
Todos los días, a cualquier hora, se registran de manera incesante, los actos de violencia extrema que cubren con manto negro, la cotidianidad caucana. Las vendettas entre traquetos y mineros ilegales, parecen ruido de fondo y las muertes a punta de plomo de niños y jóvenes caucanos, aparecen si acaso como una cifra más, que debe ser mínimamente registrada y engavetada para justificar la grosera burocracia, con la que las y los de siempre en el Cauca, mantienen su mafia clientelar, a la que no le importa el nombre del partido político del eterno frente nacional caucano, que esté coyunturalmente al mando de las alcaldías o de la gobernación. Acá en este lustroso Cauca de familias virreinales de expresidentes y senadores, casi que incestuosamente emparentados, la normalidad es vivir de luto.
Pareciera que la muerte violenta, el atentado terrorista, la desaparición forzada, el feminicidio, la amenaza o la diaria corrupción, hubieran llenado hasta el hartazgo, el inverosímil apetito de morbo y amarillismo con el que nos nutren los grandes medios de comunicación tradicionales de la capital. La esnobista opinión pública orientada desde la capital, corre presurosa a solidarizarse con Charly Ebdo, con Malala, con Ayotzinapan, con Paris, con Notre Dame, con Floyd, pero ni una palabra de consuelo, ni mucho menos de solidaridad para con las familias y comunidades de los negros y los indios que, casi que a diario son torturados y asesinados por el hecho de defender la autonomía de sus territorios y el derecho a ser y estar. Ellos y ellas no son gente bien.
En la anormalidad de la pandemia del Covid19, cuando se esperaba que el deslumbrante aparato militar enviado por los gobiernos nacionales de siempre, cumplieran con el encargo de salvaguardar los bienes, la honra, pero sobre todo la vida de los caucanos; los resultados no pueden ser más desastrosos. De nada han servido los innumerables retenes policiales y militares diseminados por casi toda la geografía caucana, para evitar el libre y abultado tránsito de drogas y armas ilegales en busca de las venas, narices y billeteras gringas. Tampoco ha servido el babilónico despliegue de tanques, tanquetas, vehículos blindados, soldados y policías armados hasta los dientes para evitar ni una sola muerte a balazos de negros e indios caucanos. Acá lo importante son los bienes y la honra de los dueños del azúcar y las vacas.
Si, estimado lector, se nota la rabia, la indignación del autor de estas líneas. Es que ya no hay palabras, no hay adjetivos para describir el horror de esta normalidad de sangre y muerte que padece el pueblo caucano. Más allá del cinematográfico despliegue de militares y funcionarios de medio pelo, el estado nacional brilla por su ausencia. La bancada del congreso, a excepción de las solitarias y casi que inanes voces del senador y el representante a la cámara, ambos por la circunscripción especial indígena, brilla por su obscena ausencia, lo de ellos es la burocracia local, departamental y ministerial, lo de ellos es el grandilocuente discurso promesero y las fabulosas sumas de campaña para comprar las conciencias y los votos de los negros e indios que luego dejan en una normalidad de eterna amenaza.