La historia de Córdoba es una semblanza de contrastes, de una amplia geografía verde y frondosa, pero de un pueblo sin tierra, lleno de esperanza y optimismo, al tiempo que padecen grandes masacres, un departamento rico en diversas formas, desdibujado por una rampante pobreza.
Ciertamente, el conflicto en Córdoba abarca aspectos de orden económico, político, social y ambiental. De modo que, pensar que se trata de un asunto netamente bélico, resulta ser una visión simple y caricaturesca de la violencia.
Iniciemos señalando su amplia y poco delimitada frontera agrícola. Según el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC), Córdoba cuenta con cerca de 2,5 millones de hectáreas rurales, de las cuales, 901.799 son altamente potenciales para la agricultura. Sin embargo, el Censo Nacional Agropecuario declara que el 76,3% es territorio disperso, inutilizado como paisaje de bosque natural.
Este escenario, en buena manera explica la alta tasa de desocupación en la región (15,7) y la abismal desigualdad socioeconómica en la población cordobesa (34,7 IPM). Pero no es solo eso.
De acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas, la mitad de los adolescentes no cuentan con educación media, y 3 de cada 10 jóvenes carecen de estudios de secundaria. Por tanto, es natural que Córdoba ocupe el segundo lugar en la lista de los departamentos con mayor desempleo juvenil en Colombia después de Quindío.
Es decir, que además de no existir infraestructuras productivas, tampoco están dadas las condiciones para que los jóvenes se desarrollen intelectualmente y puedan aspirar a mejores niveles de bienestar. Y ante esto, quiérase o no, las actividades ilícitas aparecen como una alternativa para jóvenes que no ven oportunidades reales para sus proyectos de vida.
Por ello, no resulta ser una coincidencia que la mayor parte los hombres que acompañaron a Salvatore Mancuso como jefes de bloques en las autodefensas, no alcanzaran el grado bachiller académico (Tribunal Superior de Bogotá, 2014). Dado que, las armas otorgan cierto estatus artificial de poder, con el que se presume de importancia y autodeterminación en el territorio.
Para autores como Johan Galtung, estas falencias propician el desarrollo de un tipo de violencia que no es identificable a primera vista y, por tanto, califica como violencia invisible. En efecto, las dinámicas que se efectúan con las instituciones de gobierno, los discursos de poder, las prácticas culturales, así como la socialización familiar, responden a unos imaginarios que reproducen la violencia.
Es decir que antes de evidenciar agresiones directas, ya hubo una etapa anterior en la que germinaron discursos autoritarios, subordinación, oposiciones ideológicas o hechos propicios para librar venganzas que desencadenan las confrontaciones armadas. De manera que, la violencia directa es solo un síntoma de procesos equivocados de construcción social que se dieron en el pasado.
Por esta razón, se requieren con urgencia programas que logren modificar los procesos educativos en Córdoba, contemplando que no se trata de un asunto títulos académicos, sino de una verdadera extensión horizontal en la que se incluya a las familias y la comunidad en general, en el marco de un escenario de diálogo, reconocimiento mutuo y reconciliación.
En conclusión, para superar la violencia en Córdoba es necesario transformar las condiciones sociales de las comunidades que viven o vivieron conflicto. Mediante programas que fortalezcan la infraestructura educativa, atención a la primera infancia, alfabetización de adultos, aumento y capacitación docentes. En conjunto, de adecuadas instalaciones para la atención en salud, políticas de fomento al empleo, mecanismos de diálogo y desarme para grupos ilegales, al igual que estrategias de justicia restaurativa que permitan reconstruir el tejido social de la región y lo proyecten hacia horizontes de desarrollo.