En La violencia en Colombia, de monseñor Germán Guzmán, Orlando Falls Borda y Eduardo Umaña Luna, los autores documentan relatos y fotos de la sevicia con que actuaban policías chulavitas y pájaros cuando de noche y vestidos de civil, al estilo de paramilitares actuales y al mando de “jefes naturales” del conservatismo (como el Cóndor Lozano de Tuluá), asaltaban fincas y casas de campesinos liberales. Antes de incendiarlas abrían con bayonetas el vientre de las mujeres para ensartar en el aire los fetos, mientras a los hombres les hacían el “corte de franela” o de “corbata”, que consistía en tajarlos horizontalmente en el cuello para descolgar sobre el pecho la lengua de la víctima, como mensaje burletero contra cadáveres de rojos herejes que curas como monseñor Builes les habían enseñado a odiar sermoneando que matar liberales no era pecado.
La sed de venganza de familiares y sobrevivientes alimentó violencia degradada que décadas después se extendió, entrenando a muchos hombres en uso de armas y milicia, potenciándose con el crecimiento de guerrillas, narcotraficantes, sus ejércitos de paramilitares aliados con integrantes de las fuerzas armadas, empresarios y políticos, en un marco de concentración violenta de la tierra y riqueza, inequidad, desempleo, auge paralelo de la delincuencia común y culto al enriquecimiento rápido e ilícito, tanto de dirigentes de cuello blanco como sus socios del narcotráfico, “para dejarle herencia a la familia”, mientras el delincuente raso se dedicaba al raponeo, atraco o sicariato para subsistir o “dejarle un rancho a la cucha”.
La participación de jubilados de cuerpos elite del ejército en el asesinato del presidente de Haití, es la punta de iceberg del océano de violencia de todo origen en que hemos naufragado los colombianos desde nuestro origen como nación.
Especialmente después del asesinato de Gaitán en 1948, cuando Laureano Gómez, tras apoyar a la derrotada Alemania nazi, para quedar bien con los gringos, en su gobierno resolvió mandar al batallón Colombia a la guerra de Corea, en la que las democracias capitalistas, apoyando a lo hoy es Corea del Sur, se enfrentaron a comunistas de Corea del Norte, apoyados por la hoy desaparecida, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, y los chinos.
Fue la primera confrontación armada entre las superpotencias fuera de su territorio, después de que, sobre cenizas de la Segunda Guerra Mundial, declararon la Guerra Fría. En ese contexto, Colombia, único país de Latinoamérica, envió tropas a Corea para de refilón entrenarlas en lucha contraguerrillera y así enfrentar a las autodefensas liberales surgidas en el Tolima, Caldas, Cauca y los Llanos, y que años después serían el embrión de las Farc, el ELN, el EPL y otras guerrillas.
Desde entonces en Colombia hay mucha gente entrenada para matar, con o sin armas: en las fuerzas armadas, la policía, los paramilitares, las guerrillas y las bandas privadas.
Y con una tradición de más de 60 años de violencia institucionalizada, que garantiza “experticia y marca registrada”, y de ahí la demanda que en países petroleros y el vecindario tienen jubilados de cuerpos elite colombianos para prestar seguridad y cumplir encargos extras, como el de ejecutar con sevicia al presidente de Haití, y afrontando obstáculos imprevistos al sus contratistas abandonarlos.
Adoctrinados por los tutores de la teoría de la seguridad nacional, en mirar a organizaciones sociales como enemigos internos, no es extraño que sumándole al afán de enriquecimiento rápido, a sangre fría altos mandos del ejército, aliados con paramilitares, ordenaran a subalternos matar a civiles engañados con falsas promesas de trabajo, para “mostrar resultados y acreditar sus ascensos en el escalafón” y de paso premiarlos con permisos y paseos con viáticos.
Esto muestra la degradación a que hemos llegado en Locombia, donde la vida vale un fin de semana de vacaciones y hasta la Policía, que supuestamente debería proteger a la población, se contagió, rifando tiros y apuntando a ojos de civiles que protestan en las calles.
Sin olvidar crímenes que a diario cometen grupos guerrilleros, narcotraficantes y de empresarios ambiciosos que también mandan a matar a líderes sociales opuestos al desplazamiento de sus tierras, reclutamiento forzoso, cultivo y procesamiento de coca, minería ilegal y destrucción de la naturaleza.
Con tanta gente entrenada para matar, angurrienta por la plata, obsesionada por ideologías, descontenta con su jubilación o desempleada, en Colombia sobrevivimos de milagro.
Mientras sigamos con un régimen que morrongamente se sostiene por el narcotráfico y la violencia institucionalizada, y el enriquecimiento ilícito sea admirado e imitado, seguiremos deslizándonos de culo por el desbarrancadero ensangrentado.