Violar es un placer (y, en manada, más)

Violar es un placer (y, en manada, más)

Tocar y penetrar un cuerpo que no te desea, no es erotismo. No es sexualidad, pertenece a otro orden de la experiencia humana

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noviembre 20, 2017
Violar es un placer (y, en manada, más)

Ya sabemos que la experiencia humana tiene una amplitud de arco apabullante y va desde quien goza queriendo a sus semejantes hasta quien goza causándoles dolor, desde quien delira con sus perros hasta quien los tortura.

Follar con alguien que no te desea (pagando o sin pagar) tiene que ver, no con el placer sexual, sino con mecanismos sádicos, con ansias de prepotencia y de sometimiento, con egocentrismo desbocado, con complejos que el sujeto racionalmente rechaza y que por ello deriva por otros cauces…

Cuando, además, los varones violan en grupo ¿qué buscan? Buscan reforzar lazos entre ellos, fortalecer el grupo animaleando juntos, vivir la euforia de saberse piña, de sentirse más fuertes de lo que lo son individualmente y mucho, mucho más poderosos que esa “tía”, tirada ahí, cuyo cuerpo se van pasando unos a otros. Es el mismo mecanismo que usan las pandillas que van por las calles armando follón y dando alaridos. Solo que aquí con un añadido siniestro y brutal que lo despoja de cualquier connotación simplemente infantiloide y gamberreta: la humillación y el dolor de una mujer, su cosificación extrema, su reducción a mierd… (y que nadie se asuste de la palabra pues el horror reside en el hecho).

Los hombres que componen esas pandas no quieren a las mujeres. Ya lo dijo Josep Vicent Marqués: “La paradoja de la heterosexualidad del varón está en que no le gustan las mujeres como personas”.

Pero, por el contrario, esos hombres se gustan muchísimo entre sí. Se aman, se respetan, se admiran (la rivalidad también es admiración), cultivan incansablemente la complicidad mutua… No está mal que los hombres se gusten unos a otros (sexual o mentalmente o de ambas maneras) pero espeluzna que sellen y firmen su amor mutuo y recíproco con sangre de mujeres. Que el mecanismo para robustecer sus alianzas viriles sea deshumanizarnos.

¿Y por qué esa necesidad? Porque su imaginario se ha construido así y los relatos socialmente compartidos (ficción audiovisual, videojuegos, etc.) los educan en ello.

Sé que soy pesada, que llevo más de veinte años repitiendo lo mismo pero es que ahí reside el nudo gordiano: en un porcentaje apabullante de esos relatos los protagonistas son hombres. Ellos viven las historias, es decir, viven lo realmente interesante, y lo viven con otros hombres. El mundo de verdad, el que merece la pena, aquel donde reside la pasión, es el masculino. De modo que, en el mejor de los casos  las mujeres son un aditamento, una distracción, un “remanso”, un adorno en medio de esa aventura de auténtica exaltación que los hombres comparten entre sí.

Pero, en una sociedad homófoba, tanto amor entre varones puede parecer sospechoso. Por lo tanto, resulta esencial demostrar que a la hora de follar, hay que follar con mujeres (¿”con”? ¿he dicho con? no, mejor follar “a”).

Aunque, ojo, las mujeres encierran un peligro, una trampa: distraen de lo importante. Tomárselas en serio los debilita, los hace dependientes, los “amaricona” porque añade sentimientos allá donde no debe haberlos, pues un hombre de verdad debe construirse en el rechazo esencial de lo femenino.

Esas pandillas, para sentirse sólidas y seguras, para crear complicidad entre sus miembros, tienen que demostrar su desprecio a las mujeres. Cuanto más desprecio demuestran, más hombres son.

Así es que follarlas sí, sentir empatía, no. Meterle los genitales por donde le quepan (o incluso por donde no le quepan) vale, querer comunicar con ellas, ser tierno, interesarse por sus sentimientos y emociones, ni hablar.

Y por eso, esas pandillas, para sentirse sólidas y seguras, para crear complicidad entre sus miembros, tienen que demostrar su desprecio a las mujeres. Cuanto más desprecio demuestran, más hombres son.

A las mujeres se las “tiran”, sí, claro, pero sin tenerlas en cuenta, sin considerar el deseo o el rechazo de ellas. Mejor incluso si lo hacen pisoteando su voluntad, demostrando claramente quién manda; mejor aún si se hace en pandilla, en “camaradería”, y todavía mejor si luego se lo cuentan —vía directa y/o vía WhatsApp— a otros varones. Galleando: “Mira yo con mis amigos que bien me lo paso y cómo nos reímos. Cogimos a una puta tía y nos la follamos todos unos detrás de otros. ¡Qué guay, tíos!”.

Este es el imaginario sobre el que se asienta y se basa la violación (y la prostitución, por supuesto). Luego, sobre esa base, el relato se puede adornar, combinar con variables más o menos soeces, agresivas, glamurosas, refinadas (lo de glamurosas y refinadas es un decir, claro).

Por ejemplo, esta foto es una exhortación idealizada y seductora a la violación en grupo. Ya la colgué en Facebook pero quisiera glosarla con más detenimiento.

Aparentemente la composición hace protagonista a la chica pues ella ocupa la posición central y es la única que muestra el rostro. Su expresión puede prestarse a cierta ambigüedad: no chilla, no se resiste ¿está ahí porque quiere? La boca entreabierta es una incitación para quien mira, pues los ojos de esta mujer no trasmiten su deseo. Su mirada parece vacía, como si tuviera la mente en blanco, como si no fuera consciente de lo que ocurre o no fuera capaz de reaccionar o ya no tuviera voluntad para hacerlo (un trauma, un shock, una droga, pueden producir ese tipo de parálisis). No se debate, no va descompuesta sino perfectamente peinada, maquillada, vestida; sin embargo, parece enjaulada: un brazo le corta la salida, una mano la agarra ¿por qué? ¿no puede sostenerse sola? ¿no sabe a dónde va? ¿si la soltaran se escaparía?

Comprendemos que si la chica ocupa la posición central, no es porque sea el personaje agente sino porque es el trofeo, la presa que los otros han cazado.
Y, curiosamente, ella no mira a esos hombres, mira hacia fuera, al mundo del que la puerta del ascensor, a punto de cerrarse, la va a dejar cortada.

Por el contrario, los hombres que la rodean, sí controlan: llevan a la mujer, llevan la botella, aprietan el botón del ascensor, saben dónde van y para qué.  Ellos mandan, es su “fiesta”, no la de ella.

Ella es un aditamento necesario —como el alcohol— en la juerga que ellos van a correrse. Y comprendemos que si la chica ocupa la posición central, no es porque sea el personaje agente sino porque es el trofeo, la presa que los otros han cazado.

A ellos no necesitamos verles la cara porque como individuos no son significativos, lo significativo es el grupo y la acción que realiza en cuanto tal. Mejor incluso que no estén muy personalizados. Ese grado de flou, de inconcreción, facilita la proyección de cualquier varón: “Ese puedo ser yo”.

Ahí radica el morbo. En eso consiste la noche de “disfrute” que la imagen propone: o la prostituyes o la violas. Si no, no tiene gracia.

 

* Tomado de Tribuna Feminista 

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