Viñetas de petrópolis

Viñetas de petrópolis

'Cómo viví el partido de la Copa América de Brasil vs. Colombia'

Por: Patricia Ardila
junio 24, 2015
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Viñetas de petrópolis
Imagen Nota Ciudadana

Después de 28 años de vivir fuera de Colombia, durante una visita reciente a Bogotá resuelvo recorrer mis pasos por la zona universitaria del centro hasta La Candelaria. La idea realmente no es mía –leo suficiente prensa nacional como para saber que semejante aventura puede terminar en una enorme desazón o incluso algo peor- - sino de mi hija de 24 años. Ella, por razones de su trabajo en Washington, DC, ha recorrido varios destinos de América Latina y expresa su deseo de ver cómo vive “la gente real” en Bogotá. No se lo pregunto, pero sospecho que con la madurez ha concluido que sus parientes de estratos altos viven en un mundo bastante irreal cuando se lo compara con el de las personas del común.


Con mi hermana como guía local atemorizada que aparenta ser valiente, tomamos un taxi hacia la 1:30 p.m. en la calle 127 con la idea de dar un paseo rápido por los distintos puntos del Centro hasta las 4:30 p.m., pues queremos regresar a ver el partido Colombia vs. Brasil, programado para las 7:00 p.m. Previsivas, calculamos dos horas y media para volver a tiempo pensando que nos va a alcanzar de sobra. Y como el recorrido inicial hacia el Centro no ha mostrado mayores inconvenientes -- a esa hora el tráfico fluye a paso bastante lento pero seguro en día soleado--, pensamos que no hay de qué preocuparnos. Nos bajamos en la calle 13 con la carrera 5ª y desde ahí nos adentramos a pie hacia la Bogotá antigua.


Los altísimos volúmenes de contaminación atmosférica y auditiva nos dejan entre mareados y aturdidos. El reguero de bolsas de basura abiertas y cerradas a lo largo de las calles es generalizado. No recuerdo haber visto nunca tantos desechos sin recoger en Bogotá, ni siquiera en las épocas de la EDIS. Pasamos por el Museo Botero, la Biblioteca Luis Ángel Arango, el Centro Cultural Gabriel García Márquez, el Teatro Colón recién remodelado y otros puntos de interés histórico. Sus fachadas invitarían a un interesante y placentero recorrido arquitectónico, si no fuera por los andenes despedazados, los perros callejeros, las numerosas ventas ambulantes, los gritos de los perifoneadores, los huecos y alcantarillas abiertas en las aceras y, en varias partes, los olores nauseabundos.


Cuando nos acercamos a la Plaza de Bolívar nos damos cuenta de que no vamos a poder entrar a ver los edificios del Congreso, la Catedral, el Palacio de Justicia (mi hija está leyendo el libro de Ana Carrigan sobre la toma) y demás, pues los andenes que la rodean están siendo sistemáticamente demolidos a mazo limpio con alguna intención reparativa. Por otro lado hay una ruidosa manifestación de gentes que reclaman su derecho al trabajo, lo cual nos parece bien hasta que nos enteramos de que los protestantes son comerciantes ilegales de los San Andresitos que se oponen a la ley anticontrabando. ¿Qué se puede decir? Mejor nada porque las extrapolaciones son peligrosas.


Salimos de allí para dirigirnos al Museo del Oro, pues estoy segura de que con ello lograré descrestar a mis dos hijos de algún modo. Miro a mi muchacho de 20 años --estudiante de Ciencias del Medio Ambiente-- y acepta resignado la invitación con los ojos enrojecidos por el smog. Dice que la boca le sabe a gasolina. Al llegar al Parque de Santander que conduce a la entrada del museo, nos invade un intenso olor a letrina pública. Otra vez la porquería, la basura, el ruido, los anunciantes que gritan, la hediondez. Entramos, recorremos los tres pisos del museo felices de estar finalmente en un sitio limpio, bien diseñado y lleno de objetos e historias maravillosas, lo cual al final del recorrido nos conduce a preguntarnos: ¿Cómo es posible que el espacio que precede la entrada a nuestra “joya de la corona” sea una letrina a cielo abierto? Bueno, así es en Petrópolis.


Concluida la visita al museo nos aprestamos a tomar un taxi para emprender el regreso, pero ninguno está libre. Pasamos de la calle a la carrera para ver si tenemos suerte, y nada. Decidimos avanzar por la Séptima peatonalizada hacia la calle 19 para ver si allí, subiendo hacia la tercera, logramos encontrar transporte. La imagen idealizada de un camellón para paseantes que me había hecho a partir del plan del alcalde Petro para con nuestra avenida tutelar quedó tan destruida como los andenes y la propia vía, que también están siendo sometidos al tratamiento del maso no sé con qué intención. Igual ya no me interesa, después de haber visto el bazar caótico en que la han convertido. El tráfico a esa hora (4:30 p.m.) comienza a volverse una ola lenta pero masiva e incontrolable: pitos, cierres, motos, carros, bicitaxis, buses azules, transmilenios rojos, puteadas, intermediarios del sector informal que nos ofrecen “parar un taxi” por unas monedas… Nada. Bajamos de nuevo hacia la Séptima y caminamos lo más rápido posible hasta llegar a la calle 27, donde ya circulan vehículos. Miramos descorazonados. El tiempo pasa.


Ya son como las 6:00 p.m. y todavía estamos a 100 cuadras de nuestro destino de regreso y de un partido crucial para las aspiraciones de Colombia. Finalmente vemos acercarse una buseta que dice “Usaquén”. Instintivamente me lanzo desesperada hacia la mitad de la calle con el índice enhiesto, tal como lo hubiera hecho en mi época de estudiante. Como es de las viejas, para ahí, en cualquier parte. Nos subimos y milagrosamente hay puesto para los cuatro. Nos sentamos. Comienza la procesión lentísima por toda la Séptima, pues todo el mundo quiere llegar a tiempo para el partido. A las 7:00 p.m. rueda el balón y estamos todavía en la calle 67. Sufrimos, pero el conductor, quien luce un enorme gorro tricolor, acepta subirle el volumen al radio y nos permite oír la narración.


Hacia la calle 85 el tráfico empieza a circular con mayor velocidad, al punto que nos asustamos porque nuestro hombre al volante ya va arriado. Finalmente llegamos a la calle 127 con Séptima, nos bajamos, y el esposo de mi hermana --alma caritativa y resignada-- viene a recogernos para ver si alcanzamos a ver si quiera el segundo tiempo. Llegamos a la casa, y cuando a la altura del minuto 35 del primer tiempo estamos subiendo las escaleras a toda mecha para ponernos al tanto de las acciones, oímos un alarido eufórico que retumba en las paredes: ¡gol de Colombia! La alegría es inmensa, pero insuficiente para borrar del recuerdo este recorrido fugaz por el caos, la suciedad, el ruido y el desorden que sufren a diario los habitantes de Petrópolis.


Epílogo
Salimos de Colombia el 21 de junio en la madrugada. Por la noche recibo una llamada de mi hermana para preguntarnos cómo llegamos y para contarme que, mientras veían el partido Colombia vs. Perú, en la casa de unos parientes, les robaron las llantas del carro.

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