Hace unas semanas, en un famoso programa de TV nacional enfocado a la farándula invitaron a varias actrices a hablar sobre el acoso sexual en el medio colombiano. Una de ellas comentó su experiencia en otro país. Según su relato, en la programadora a la que acudió al momento del casting se ponía una lista en la cual se anotaban las personas que estarían dispuestas a lo que técnicamente podría denominarse un intercambio de capital erótico con el fin de clasificar en el elenco de un proyecto determinado.
Podría pensarse que se trata de un caso de acoso sexual institucionalizado. Por supuesto, existe una relación desigual y un ejercicio de poder por parte de quienes deciden en última instancia quiénes clasifican en el casting y quiénes no. Sin embargo, la situación no corresponde exactamente a acoso sexual, puesto que, como también comentó la actriz, quien se inscribía en la mencionada lista lo hacía de manera voluntaria y siempre había personas que decidían hacer sus carreras con base en el talento y el desempeño actoral, en lugar de acudir al intercambio de capital erótico.
En realidad, lo vemos como un caso de acoso sexual porque, aunque el intercambio de capital erótico por otros tipos de capital (político, económico, social, etc.) es algo normal en nuestra sociedad, se practica de manera encubierta y no goza de legitimidad debido a los prejuicios morales de la sociedad patriarcal y heteronormativa. Si se aceptara abiertamente el intercambio del capital erótico se podrían identificar con más claridad las situaciones de acoso sexual e incluso hacer más justas las competencias, por ejemplo, por un papel en una producción televisiva.
La discusión que abrieron las denuncias por acoso sexual en la farándula de Hollywood ha tenido por objeto la denuncia de ciertos factores estructurales que hacen posible la existencia del acoso sexual, especialmente los privilegios de los hombres en todos los ámbitos de la vida social. En efecto, una de las caras del acoso sexual se observa en el hecho de que en nuestra sociedad el sexo no es tanto un espacio de realización individual como un lugar de ejercicio de la dominación y del poder.
Sin embargo, entre los diversos rostros del acoso sexual también está que el sexo es una moneda de intercambio de favores y un dador de reconocimiento social, más frecuentemente masculino aunque últimamente también femenino (puesto que no solamente los hombres presumen de sus relaciones sexuales). Probablemente, este matiz no ha recibido la atención necesaria debido a que se trata de un argumento frecuentemente utilizado para deslegitimar las denuncias de las grandes actrices norteamericanas. Muchos de los críticos han preguntado por qué no denunciaron antes, cuando no eran famosas y no tenían reconocimiento en su campo o, de forma malsana, se ha sugerido que intercambiaron sexo a cambio de escalar en su carrera.
Las condiciones del sexo como lugar de dominación y como moneda de intercambio también son factores estructurales que funcionan como condiciones de posibilidad del acoso sexual. Es la desigualdad política y económica entre sexos/géneros la que está detrás de esa conducta. Por consiguiente, eliminar esta práctica implica también poner en cuestión esos factores. Sin embargo, para no caer en discusiones del tipo “el huevo o la gallina”, si se debe atacar primero los factores estructurales o los subjetivos, habría que decir que esto plantea, cuando menos, dos grandes problemas.
En el largo plazo, estos factores estructurales no dejan de plantear interrogantes cuyas respuestas aún no se avizoran. Por ejemplo, ¿la definición del sexo como moneda de cambio, lugar de dominación y dador de reconocimiento está necesariamente vinculada al modo patriarcal de nuestra sociedad? Si es así, ¿las mujeres que presumen de y/o obtienen reconocimiento por la cantidad o calidad de sus relaciones sexuales o de sus parejas han adoptado un patrón de reconocimiento propio del patriarcado?
En lo inmediato, existe otro factor que impide abordar esta discusión: la doble moral en la que se basan nuestros intercambios sociales y los tabúes que, paradójicamente, también hacen parte de la dominación patriarcal. En efecto, abiertamente es menos costoso en términos sociales para cualquier persona decir que ha sido acosada a decir que intercambió sexo por alguna otra cosa. Incluso aunque una de las luchas del feminismo radica precisamente en la apropiación por parte de las mujeres de sus cuerpos, su propio discurso muchas veces cae presa de los prejuicios patriarcales que definen y normalizan qué es lo aceptable, qué se puede o se debe hacer y qué no, con sus cuerpos.
No obstante, salvo por cierta moralidad patriarcal que aún enmarca las discusiones sobre el acoso sexual, no debería juzgarse (negativa ni positivamente) que una persona intercambie sexo de manera voluntaria. Si bien desde una perspectiva estructural lo deseable es poner fin a la desigualdad política y económica que sirve de caldo de cultivo al acoso sexual, e incluso poner fin a la condición del sexo como espacio de dominación y moneda de intercambio, desde un punto de vista individual no hay nada ilegítimo en el hecho de que una persona haga uso de su capital erótico, su atractivo sexual de acuerdo a los parámetros de belleza dominantes, para alcanzar determinados fines.
En nuestra sociedad hipersexualizada el capital erótico es prácticamente dominante. Su intercambio u homologación por otros tipos de capital es ampliamente aceptada, pero generalmente se lo hace de manera encubierta. Como se afirmaba anteriormente, esto se debe, por una parte, a los prejuicios patriarcales hegemónicos, y por otra, a que, a pesar de la creciente importancia que ha adquirido, este capital no tiene tanta legitimidad como el capital académico, el “talento”, la disciplina, etc. En realidad, desarrollar, obtener y mantener el capital erótico es tanto o más costoso que lo que implica hacerlo con cualquier tipo de capital. Mantener el atractivo sexual supone pasar por grandes sacrificios (gimnasio, dietas, cirugías, etc.), no menores a los que implica acumular capital intelectual, social o económico.
Si tal intercambio dejara de ser un tabú y se practicara abiertamente, es decir, si no existiera hipocresía en relación con una práctica normalizada, quizás se posibilitaría identificar con más claridad el acoso sexual y luchar en su contra.