A raíz de los recientes fenómenos ambientales que se han presentado a lo largo y ancho del territorio colombiano es claro ver cómo se despierta la preocupación por parte de varios sectores de la población que, con frustración, observan el deterioro en la riqueza ecosistémica colombiana; llegándose a preguntar sobre lo que pueden hacer para mitigar los daños medioambientales que se han generado.
Para nadie es un secreto que gran parte de las crisis ambientales que se han presentado en nuestro país han sido catástrofes previamente estudiadas y analizadas, cuyos impactos podrían haber sido evitados si nuestra relación con el territorio partiera de la necesidad de preservarlo, mas no únicamente de disponer de él de una manera insostenible. Esto es precisamente lo que plantea el concepto de las ecociudadanías, entendidas como la instancia donde se logra articular una dimensión política y participativa, junto a la necesidad de una educación ambiental crítica y medioambientalmente responsable.
Desde mi experiencia como colombiano es muy diciente ver de qué manera el desencadenamiento de los desastres naturales que representan gran daño ambiental, generados por la influencia del hombre, son el único escenario donde se despierta una verdadera conciencia ambiental en las personas. Si tan solo supieran que una conciencia colectiva sobre el territorio, la apropiación y los cuidados al mismo podrían revertir los efectos negativos que tanto denunciamos cuando vemos que ya existen daños irreversibles en la flora y fauna del país, nuestras realidades sociales y ecológicas serían muy distintas a las que tenemos actualmente.
La invitación a repensar las ecociudadanías nace de la preocupación por la relación que como personas tenemos frente a nuestro territorio, partiendo de la problemática posición antropocéntrica que asumimos frente a la naturaleza; situación donde creemos que los recursos son inagotables y que nuestras prácticas insostenibles, y nada amigables, no repercuten en el daño ambiental colectivo. Frente a esto, es necesario recordar que todas las personas que habitamos la tierra generamos una huella ambiental, que empieza desde nuestros hábitos de consumo más básicos, pasa por nuestras prácticas cotidianas y se refleja día a día en nuestra calidad de vida. Por lo tanto, sí, sí estamos contribuyendo para bien o para mal.
Es claro que no se puede desligar de ninguna manera la educación ambiental de la dinámica social actual, donde se espera que cada vez participen más ciudadanos conscientes del vínculo imprescindible entre las realidades sociales y ecológicas, pero esto no se logra sino vemos tanto a la educación como al medio ambiente como objetos de gestión colectiva, que permitan crear una cultura más amigable frente a la relación con nuestros territorios, construyendo una conciencia mayor sobre la noción de ciudadanía y logrando que las personas asumamos de una manera más responsable el compromiso por el cuidado, y la educación ambiental en todos los niveles.
