Villota y su televisor, un faro de ilusión para los habitantes del viejo Orocué (Meta)

Villota y su televisor, un faro de ilusión para los habitantes del viejo Orocué (Meta)

Un relato sobre cómo vivió el municipio la llegada del primer artefacto de este tipo, el cual cambió por completo a sus habitantes

Por: Luis Servando González Ayala
enero 12, 2018
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Villota y su televisor, un faro de ilusión para los habitantes del viejo Orocué (Meta)

Por su apellido Villota se cree que era venido de las lejanas y gélidas tierras del sur del país. Nunca se supo cómo resultó viviendo del modesto y único billar del pueblo de Orocué, cuando con sus calles polvorientas y viejas construcciones recordaba la historia de un pueblo que había vivido de pasadas glorias. Aquellos tiempos cuando el río Meta era una de las más importantes arterias fluviales del país y había sido sede de cinco consulados y de la armada nacional, pero que como toda gloria había sido efímera.

Ahora en sus viejas calles y antiguos negocios ya no pasaban las hermosas, bien vestidas, bañadas y perfumadas señoritas de la alta sociedad en busca de un novio que la llevara al cine al aire libre, el cual se proyectaba en un lote de terreno grande a orillas del río. Seguramente, allí iniciarían sus amores y tal vez la concreción de estos para que mediante su reproducción el pueblo siguiera manteniendo su gloria.

No señor, eran otros tiempos, ya el pueblo estaba asolado. Ni siquiera se había vuelto a ver subir un buque por el río y los consulados eran apenas armatostes de construcciones de vidrios viejos y rotos, con paredes y techos caídos. Los tiempos habían cambiado, la violencia y el mal gobierno central lo habían acabado. Orocué no era la gran ciudad, era un pueblito alejado y abandonado en cualquier lugar del mundo. Apenas tenía un modesto billar a orillas del río Meta, cuyo propietario de apellido Villota había aparecido de la nada. Además, aparte de haber tenido la brillante idea del billar para entretención de los hombres y para evitar que ellos y sus mujeres hubiesen muerto de tristeza, había traído al pueblo el máximo símbolo de los avances de la tecnología de este mundo actual… había traído nada más y nada menos… y siéntense para que se los cuente… un televisor.

Tan pronto apareció el televisor en el pueblo entre todos ayudaron a desenterrar la vieja tubería galvanizada del ya obsoleto e inutilizado sistema de acueducto de la antigua base naval. Con mucho esfuerzo, añadiendo varios tubos, lograron al fin levantar la antena a la que le añadieron un aparato que llamaban boster para mejorar y amplificar la señal. Fue así como unos moviéndola de sur a norte, de occidente a oriente, y otros gritando que otro poquito, que a la derecha, que a la izquierda, lograron instalar en un rincón del billar, pero visible a todo mundo, el primer y más importante artefacto. Este le devolvería la gloria a nuestro pueblo, ya olvidado y condenado a los rincones del ostracismo.

Orocué era otro con el televisor. El billar del señor Villota permanecía lleno todo el día, pero a las horas de las telenovelas, que eran a las once de la mañana, cuatro de la tarde y ocho de la noche, fuera del billar estaba el grupo más grande del pueblo: las mujeres. Ellas veían en esas historias sus frustrados sueños, sus ilusiones y fantasías, sus reminiscencias de lo que algún día con los extranjeros y con los marineros de la fuerza naval se había vivido, pero que algún día se volvería a vivir.

Las mujeres que sin poder entrar al billar, pues era indigno, desde fuera miraban diariamente sus novelas. Lloraban, sufrían, reían y celebraban las historias que galanes y hermosas mujeres de otras latitudes o tal vez de otros mundos protagonizaban. Los hombres a la vez estaban pendientes de las peleas de boxeo, vueltas de ciclismo y algunos de los noticieros que siempre comentaban lo mismo: que el salario era muy bajo, que continuaba la violencia y que los políticos eran ladrones. Ese era el nuevo pueblo, ya no el olvidado que vivía de viejas glorias, sino un pueblo con televisor, símbolo de la grandeza de la inteligencia humana.

¡Cómo era de hermosa la vida del pueblo con el televisor! ¡Cómo habían cambiado sus gentes! Sin embargo, una mañana, una fatal mañana, Villota despertó al pueblo. A grito entero informaba que se habían robado el televisor... era increíble tanta desgracia para el pueblo. Se organizaron expediciones por el río a pie y a caballo. Ni un solo paquete o caja pudo salir del pueblo sin ser exhaustivamente revisado, pero ni a pesar de las amenazas, las recompensas, ni oraciones el televisor apareció.

Qué nefasta historia la de nuestro pueblo, otra vez a vivir de glorias perdidas, otra vez a mirase las caras largas, otra vez sin noticias del resto de humanidad, otra vez a vivir con la idea que había sido grande, pero que ahora y de nuevo se relegaba a uno de los peores rincones del olvido en un país que ni siquiera sabía de su existencia. Pasaba el tiempo, con los escasos clientes que entraban al billar. El dueño cerraba temprano cuando se iba el ultimo borracho.

Tal vez se quedaba a maldecir, meditar, tener pesadillas o soñar que en algún momento alguien llegaría a golpear a su casa a decirle "Villota, ahí está su hp televisor". Lo anterior, en efecto pasó un viernes a las tres de la mañana cuando sintió que alguien golpeó la puerta y en un tono bajo le dijeron "Villota, ahí está su hijueputa televisor".

Villota salió con un garrote, que de inmediato botó al ver que era una realida. El televisor había aparecido. No esperó al amanecer, lo gritó a cuatro vientos, despertó al pueblo y le dijo que ahí estaba, que tenían de nuevo el televisor. También, que otra vez Orocué era feliz y que lo sería por siempre, que no nos importaba quién se lo había robado, que lo que aquí interesaba era que a este pueblo como a todos los de América lo que le importaba era que le devolviera la esperanza, lo dejaran soñar para que se empoderara de sus sueños hasta verlos concretados. Es que, aunque les roben sus ilusiones, no importa quién lo haga, al fin y al cabo siempre habrá ladrones; lo que importa es que nos las devuelvan para que en un futuro, como lo hizo hoy mi amigo Cesar, puedan contar sus historias escondidas y para que otros como yo las escribamos y demostremos al mundo de qué están hechos los espíritus de estos llanos colombianos, de estas planicies de nuestras tierras americanas y que entiendan de una vez por todas que siempre estaremos expectantes de una nueva oportunidad para ser grandes y felices en la vida.

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