Ante tanta muerte, ante tanta sangre que corre en los caminos, ante los miles de desterrados de la tierra, ante un país que ya no vive la vida sino la muerte, ¿dónde está la intelectualidad burguesa?, ¿escondida y camuflada en su propia sombra?
Arturo Alape
Escribí un primer tomo sobre las guerras campesinas de Villarrica que algunos de los disminuidos pobladores de la otrora Andalucía de los Cuindes han tratado de minimizar, tal vez para evitar que los nuevos puedan conocer las causas de la ignominia y los despojos, masacres y desplazamiento de miles de inocentes que un día se atrevieron a desafiar el miedo, como hicieran los heroicos pijaos hace cientos de años en defensa de su territorio, costumbres y dioses.
Algunos dinosáuricos, como Francis Fukuyama, el fantasioso escritor norteamericano, han querido denegar la historia. Otros, en su perfidia, prohibir la circulación del libro de la gesta. Villarrica fue destrozada a sangre y fuego después de ciento ochenta días de asedio e históricas batallas entre unos campesinos harapientos y armados de arcabuces, piedras, palos y caucheras, el poderoso ejército de Colombia y un acervo de paramilitares (pájaros) enviado por un dictador ultramontano para expulsar el insurrecto coronel garciamarquiano Aureliano Buendía y su descendencia, atrincherado esta vez en los cafetales del Sagrado Paraíso de los Cuindes.
Los “vencedores", generales, gringos, godos, iglesia y élites hacendatarias, festejaron la derrota campesina en 1957 y se atrevieron a firmar en forma un vergonzante manifiesto sin presencia de los héroes campesinos expulsados de su territorio. Habían salvado la patria y la cosecha y expulsado a los comunistas y la chusma liberal gaitanista que según ellos éramos todos los campesinos empobrecidos de Villarrica. ¡Qué insensatez! No hubo tregua para el despojo. En los años que siguieron la tierra se convirtió en un vergonzante “pajareo” de los nuevos adalides para apropiarse de las parcelas abandonadas en los caminos de la muerte. Cientos de cruces de madera fueron arrancadas de las orillas de cafetales, enramadas y montañas y nunca más supimos del nombre de los inocentes y los héroes.