En Colombia se vigila poco y se castiga mal. Prueba de la escasa vigilancia es el incremento exponencial de la inseguridad en el país. Hoy por hoy, la ciudadanía se encuentra literalmente cercada por la delincuencia sin que los robos a mano armada, los atracos, las extorsiones, los engaños a través de teléfonos y otras modalidades, parezcan tener remedio. En Medellín, una de las ciudades más golpeadas, el aumento del número de policías en las calles es totalmente ineficaz, a juzgar por las noticias que llegan a diario de conocidos, amigos y parientes agredidos. Basta que un par de agentes en una esquina miren hacia un lado, para que en el opuesto ocurran toda clase de delitos.
La mayoría de estas acciones violentas, permanecen impunes. De cada cinco delincuentes atrapados, cuatro quedan libres. Lo cierto es que un vigoroso sistema judicial, que no tenemos, se vería en aprietos para procesarlos a todos, en el hipotético caso de ser capturados. Así que estos jóvenes delincuentes, pues la mayoría lo son, se anotan golpe tras golpe, atrayendo más adeptos a sus filas. Sin embargo, tal como están conformadas nuestras cárceles, es más grave para la sociedad cuando se captura, judicializa y encarcela a una de estas personas.
Imaginemos lo que puede ocurrirle a joven atracador condenado a prisión, una persona que se encuentra en el período de formación de su vida, y que bien puede estar motivado por la ambición de la ganancia fácil, pero también por la falta de oportunidades, como tantos aseguran. Al cruzar la puerta, entraría a formar parte del grupo de las más de ciento veinte mil personas recluidas en nuestras cárceles, que no son otra cosa que una mancha vergonzosa para el país.
El sesenta por ciento de los presos supera la capacidad instalada para acogerlos dignamente. Las cárceles presentan problemas de violencia, de enfermedades como la hepatitis, el sarampión, la tuberculosis y los problemas mentales, que son apenas lógicos, dadas las circunstancias. Los presos van armados. Tienen teléfonos celulares a través de los cuales extorsionan, hacen negocios ilícitos. Delinquen desde las celdas, cuando pueden darse el lujo de tener una, o desde un patio, un corredor, cuando no. Después de los terribles hechos ocurridos en la cárcel de Barranquilla, donde perdieron la vida diez personas y otras más quedaron heridas, el tema vuelve a caer en el olvido, aunque las condiciones de estos ciudadanos, tan colombianos y con tantos derechos como cualquiera, son realmente atroces; un atentado contra sus derechos humanos y una vergüenza para un país que dice estar sanando heridas y trabajando en la construcción de un pacífico proyecto de nación.
No hay excusa para que en las cárceles colombianas haya presos que duermen en un escalón, cuyas madres pagan para que tengan derecho a catorce baldosas, que orinan en una botella de gaseosa, que están enfermos, mal alimentados. Nuestras cárceles no parecen pertenecer a un país contemporáneo, sino más bien al pasado, centros de castigo que recuerdan las novelas de Dumas, las mazmorras de Castel Sant’Angelo, las tristemente famosas celdas subterráneas de La Bastilla. Como aquellas, son lugares donde se discrimina, se vigila y se atormenta a los reclusos. Después de una temporada en estas condiciones, es casi seguro que el preso que cumple su pena, pongamos por caso ese joven dotado de talento, con ambición, lleno de resentimiento por las oportunidades que se le han negado, por no hablar del odio que necesariamente tiene que experimentar después de semejante maltrato, no cuenta con la más mínima posibilidad de regresar rehabilitado a la sociedad. Por el contrario, lo hará con un aprendizaje adicional en cómo delinquir más y mejor, digamos que con una maestría o un doctorado, según el tiempo que pase recluido. En el tema de vigilar y castigar, sacamos cero en compasión y sentido común, con un alto costo para la sociedad. Tener a los presos en las condiciones actuales es someterlos poco menos que al suplicio, práctica en desuso en naciones que se enorgullecen de haber avanzado por el camino del progreso.
El país debería tener claro el concepto de humanidad, ser consciente de los derechos humanos de los presos. Reeducarlos en principios y valores, cosa imposible si no se reforman las cárceles, si no se construyen nuevos centros penitenciarios, para no propiciar, cuando se castiga, que crezca en ellos la inclinación de todo ser humano a la maldad. Es el momento de pensar en los detenidos como en personas vulnerables a quienes hay que ofrecerles una segunda oportunidad. Ayudarles a transformar sus conductas delictivas para que al cumplir la pena, la sociedad reciba, no a un peligroso asesino, no a un experto bandido, sino a una persona adaptada y útil.
Hemos hecho movilizaciones por los secuestrados. También deberíamos manifestarnos en el caso de los presos que viven en iguales o peores condiciones que aquellos a quienes tantas veces vimos con horror, tras las alambradas.
Y ahora quieren que recibamos los presos de Guantánamo…