Good morning Vietnam, dice la vieja expresión. Aquí en su capital, Hanoi, hay un museo de la mujer: tres pisos de historia y de reflejo de la sociedad. La primera sala está llena de recuerdos de matrimonios del pasado, arreglados entre las familias, pactos con olor a naftalina y rituales de antes, ceremonias de compromiso antes de la boda, intercambios de regalos entre los familiares, de tiempos en que la unión libre era muy mal vista y el divorcio también.
La boda era, y sigue siendo, un conjunto de promesas de fidelidad y amor eterno, un celebrar de los amigos y parientes, casi incluso al margen de lo que pueden estar pensando los prometidos. Ellos a veces guardan la prudencia que da la procesión que va por dentro. En otras palabras, lo mismo que en todos los matrimonios de cualquier parte del mundo.
Así es. Los matrimonios son como un pacto espiritual (si aquello existe) atado con cosas materiales; esa contradicción que repiten los sacerdotes de todas las religiones: hablar a y desde lo inmaterial a través de dineros, regalos, atuendos y cosas materiales.
Cuando termina la boda, sea en Vietnam o en Palestina, queda al final el reguero de copas sucias y regalos abiertos, otra constante universal. Desaparecen los invitados, así como desaparecen el día del divorcio, que muy pocos celebran.
Las bodas invocan un extraño deseo de vestirse de manera especial (cuando debajo de la ropa todos van desnudos, decía el poeta Luis Vidales). Tanto en Vietnam como en muchas partes, aparece el velo que cubre el rostro de ella, el peinado que simboliza algo, el collar heredado o el fabricado especialmente para la ocasión.
Después de la boda la pregunta por cuándo llegará el primogénito, la fertilidad como constancia del amor y de la suerte. En Vietnam, por ejemplo, se celebraban en el pasado varias ceremonias para pedir por una buena descendencia, incluyendo regalos para proteger al bebé de los malos espíritus, pues tanto allá como aquí el mal de ojo y las brujas tratan de apoderarse de los niños. Y el ajo, el mismo que se usa contra Drácula, allí estaba para alejar a los malos.
Hay tradiciones sobre cómo cortar el cordón umbilical (como las que vi en Darfur y que poco o nada tienen que ver con la higiene), qué hacer con la placenta: depositarla en una calabaza en Vietnam o, como aprendí de los indígenas de Bolivia, enterrarla. En Vietnam, el cordón umbilical lo guardaban como símbolo de algo sagrado. Luego del parto la mujer podía estar sin salir de casa hasta cien días, esa costumbre de la dieta la escuché de mi abuela hace muchos años y la vi en Sahara Occidental.
Luego el niño, envuelto como un tamal a la espalda de ella, la acompaña en sus actividades, envuelto como hacen los naza en el Cauca. Las mujeres solían (y suelen) estar vendiendo frutas en bicicletas, participando del mercado local y, en general, haciendo todas las tareas de campo. Eso es una queja de las mujeres en las zonas rurales. Como en Sudán, las mujeres recogen la leña, van por el agua, cultivan la tierra, recogen la cosecha, preparan los alimentos y cuidan a los niños. Los hombres toman té, hablan de futbol y hacen la siesta.
Hay finalmente un capítulo diferente del resto del museo (pero no necesariamente más justo) para la mujer en la historia de Vietnam: la guerra. Allí, como en muchas guerras, son las cuidadoras de los heridos, las logistas del combate y también las combatientes. Allí se exponen fotos de las madres que despiden a sus hijos que se van a la guerra de liberación. Son también famosas las mujeres que conducían los camiones con pertrechos entre el norte y el sur, cruzando por zonas de fuego; mujeres que eran a su vez mecánicas de sus propios carros y muchas otras de las llamadas Madres Heroicas de Vietnam.
Ya pasó la guerra hace varias décadas, ya la unión libre y el divorcio son más aceptados, ya la mujer vietnamita tiene más acceso a la educación y al mundo laboral, pero más no quiere decir mejor ni necesariamente justo.
Desde las fiestas del pasado (hechas como hoy para que otros disfruten) hasta la consciencia creciente de género, la sociedad vietnamita ha evolucionado. Pero el matrimonio, esa institución, sigue en el fondo siendo la misma, con sus rituales perversos y su promesa de felicidad incumplida. Tal vez por eso en la película Relatos Salvajes, la boda sea de un realismo extremo, más lejos del Vietnam de rituales del pasado, y más cerca de una guerra.
Víctor de Currea-Lugo (desde Hanoi)