Son las once y media de la noche en Parque Patricios y Fito Paez entra al Centro de Integración Monteaguado, un refugio para habitantes de la calle al Sur de Buenos Aires. Tiene en sus manos el pianito de su hija Margarita y las ganas de hacer un recital para ellos. Lo conocen, lo tocan, aplauden, corean su nombre como si le hubiera convertido tres goles a Newell’s Old Boys. Se sienta frente a una mesa en donde está el tecladito, se sorprende que hayan buscado el sonido. Arriba de él una tela gigante dice que La calle no es lugar para vivir, menos para morir. Basta de represión. A su lado los muchachos que no tienen a donde ir se quedan con la boca abierta: el cantante que ha vendido millones de discos, el ídolo que llena estadios, está con ellos en una madrugada de lunes, sin avisar, sin periodistas que lo graben, que le digan al mundo que se ha remangado la camisa para llevarle felicidad a un puñado de indigentes.
Cuando suena Al lado del camino el lugar deja de ser un refugio y se transforma, por culpa de la música, en un rincón en donde la esperanza renace, la dignidad se restablece y los habitantes de la calle vuelven a creer, por media hora, en que la lucha continúa.
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