Desde hace dos meses es lo mismo: levantarse del camarote que ellos mismos construyeron, hacer una fila inmensa de 1.500 personas para ir a uno de los cuatro baños portátiles que les han asignado, mojarse la cabeza, comer lo que alguien les done y esperar en ese hangar de 50 metros de largo por 20 de ancho que un ciudadano de Turbo, al verlos desperdigados por las calles azotados por el sol del trópico y por nubes de zancudos, decidió prestar al lado de la bahía.
Niños en los brazos de sus madres son amamantados. Los hombres, acostados en esteras, escuchan música o juegan con sus celulares. No se puede caminar sin pisar a alguien. El hacinamiento es total y, aunque han dicho que pretendían quedarse en el Urabá con la excusa de que los manden en un avión directamente hacia México, está claro que el gobierno de Santos lo único que pretende es deportarlos de nuevo a Cuba, el lugar de donde salieron corriendo.
Es común ver, entre los deshechos de la bahía. A niños vomitando, quejándose de la fiebre que traen las centenares de ratas que empieza a acecharlos. A Algunos la diarrea ya los está devastando. La ubicación de los baños, al lado de la cocina, favorece la proliferación de enfermedades. Entre los 1.500 migrantes hay hambre y sed. Si quieren comer tienen que esperar que uno de los carniceros del pueblo les lleve filetes o que los mismos reclusos de la cárcel de Apartadó hagan colectas para ayudarlo.
Porque por los lados del gobierno nadie dice nada.