Vida y muerte del Zarco, el de 'La vendedora de rosas'

Vida y muerte del Zarco, el de 'La vendedora de rosas'

La trágica vida de Giovanni Quiroz, el asesino de Lady Tabares en la película de Victor Gaviria que está por aparecer en Lady, la telenovela

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enero 03, 2016
Vida y muerte del Zarco, el de 'La vendedora de rosas'

Le faltaban dos semanas para irse a estudiar actuación a España cuando lo mataron. Se había ganado una beca porque, después de vivir buena parte de su vida atracando, apuñaleando, peleando en esa selva de cemento que era la Medellín de los noventa, descubrieron, en su fulgurante debut en La vendedora de rosas, que tenía el don de la actuación.

Pero estaba ese carro parqueado en una de las esquinas del barrio Lovaina y no vendría mal regresar a Europa con una maleta llena de cosas, no como la primera vez cuando dos años antes, acompañado de Víctor Gaviria y la niña Lady Tabares, fue a  Cannes con una maleta verde y gigante que tan sólo contenían unas medias dispares, un calzoncillo y una camiseta. Él, que había visto la opulencia de la Riviera francesa, que vio de lejos caminar por los pasillos de la sala Lumiere a Scorsese, que se empachó de botellas de Romanée Conti en la mansión de un productor francés, ya no estaba dispuesto a seguir siendo la nea, la ñampira, la rata que todo el mundo desprecia. Por eso era sólo robar ese Mazda, desvalijarlo y con lo del golpe dejarle unos billeticos a su mamá y el resto írselo a farrear a Madrid, mientras aprendía a ser como Jean Reno, el protagonista de El perfecto asesino, la película que lo hizo llorar 35 veces. Pero el dueño del carro estaba armado y sabía responder y él, que tantas veces le dio la cara a la muerte, esta vez cayó ante ella con los brazos abiertos. Por muy bravo que sea un macho, nadie aguanta tres balas de nueve milímetros en la cara.

En la vida del Zarco nada le fue fácil. Padeció la miseria que genera un padre borracho y golpeador. Giovanny era tan noble que nunca le tuvo rencor al cucho. Al contrario, cuando se quedaba dormido entre un reguero de botellas vacías, él siempre estaba ahí, como un ángel de la guarda, pendiente de que no viniera nadie a molestarlo, a robarle lo poco que podía encontrarle entre los bolsillos llenos de servilletas arrugadas. Con paciencia lo levantaba del asiento y lo llevaba a la casa así el viejo lo hijueputeara y lo maldijera. Una noche, mientras dormitaba en una tienda, un par de malandros quisieron robarlo. Giovanny se enrolló la camiseta en el antebrazo y con la zurda empuñó la navaja. Necesitó cinco minutos para vencerlos. Era Juanito Alimaña, era el guerrero de la esquina. Su papá no se lo agradeció pero eso igual no le importaba: familia es familia y él era un tipo parado.

Después del oropel que generaría su actuación en La vendedora de rosas, los vencidos le hicieron pagar cara su osadía. Fue a zapatear salsa a un bar en Manrique. Como siempre se quedó hasta la madrugada. Ron, roches, perico y las canciones de Héctor Lavoe le zumbaban en la cabeza. Caminó cinco cuadras hasta que los rufianes lo cercaron. Eran seis y él, sin miedo, siempre sin miedo, ni siquiera sintió las doce puñaladas que, como picotazos de un ave de rapiña, le perforaron el bazo, los pulmones, los brazos. Lo dejaron tendido en un charco de sangre. Se rieron de él, se burlaron y lo subestimaron. Se fueron. Un amigo, al verlo tendido, se acercó. Giovanny vio un brillo en su mano derecha. Le pidió la navaja, se levantó. Zigzagueante se fue corriendo a perseguir a la pandilla. La encontró tres cuadras después. Sin que lo vieran llegar el Zarco le clavó una cuchillada en el ojo al líder para después rematarlo con una puñalada en el corazón. Se llevó el índice a los labios y los pandilleros no respondieron: ver al Zarco resucitar para matar al líder infundía respeto.

Desde ese día cada vez que suspiraba podía sentir el dolor en los pulmones. Estar tan cerca de morir le hizo replantear su vida. Igual no había sido tan mala: ¿Cuántos actores colombianos habían protagonizado una película seleccionada en Cannes? Lo mejor era convertirse en una persona de bien, tener una familia, encontrar el amor. Por el aire soñador que le daban sus pestañas enchurcadas y su alma de poeta maldito, al Zarco lo amaban las mujeres. Cuando fueron a Cannes, Lady Tabares se enamoró de él y alcanzaron a contemplar la posibilidad de ser novios. Nunca se concretó. Eran jóvenes e intentaban salir del infierno.  El gran amor de su vida no sería la niña más querida de Colombia sino la documentalista Sandra Higuita, asistente de dirección de La vendedora de rosas. Muy pocos creían que pudiera pasar algo con una mujer tan bella, venida del otro lado de la ciudad. Pero se conocieron en el rodaje de la película y el amor los fulminó. Duró ocho meses la aventura y a pesar del dolor de la ruptura ambos aprendieron a quererse sin tocarse.

Si, el Zarco parecía que le había cerrado para siempre las puertas al diablo. La beca, volver a actuar en el recordado mediometraje Alexandra Pomaluna de Gloria Nancy Monsalve, dejar el guaro revuelto con rubinol que le quitaba esa ternura que tenía para transformarlo en el temible señor Hyde apuñalador. Tenía 22 años y un futuro hermoso hasta que se apareció ese Mazda en el barrio Lovaina y el tentando por la posibilidad de hacerse a unos pesos para conquistar Madrid cayo en la trampa de malandro y volvieron a abalanzarse sobre él los fantasmas que, esta vez, no lo soltarían jamás. Se fue El Zarco del mundo de los vivos, pero cada noche regresa a recordarle a los millones de televidentes que se hipnotizan con Leidy, que su efímera vida de rufián valió la pena.

 

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