"Victus" y una decepcionante Alejandra Borrero

"Victus" y una decepcionante Alejandra Borrero

Quiso ser “poética e innovadora”, pero terminó en un dramonón nada conmovedor

Por: Laura Latiff
agosto 30, 2017
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Foto: Twitter @SoyTeatroCol

No podemos empezar este nuevo país con tanto drama, inyectándonos más de ese discurso gastado de que todos sufrimos y entonces “cojámonos de las manos y perdonémonos”. El poder transformador del teatro es el de parar los pelos con la propia fuerza que tiene una buena historia, y por eso no comparto la idea de que para mostrar dolor haya siempre que gritar fuerte y alto, y repetir, en el fácil lugar común de que “todos estamos locos”, una misma palabra varias veces. Con esa aburridora sensación salí de Victus, la última obra que dirige Alejandra Borrero, que invitaba a que, como espectadores y colombianos, nos conectáramos con el dolor de los que más han sufrido este país.

De primera mano, el material de la obra es un insumo valioso porque los actores son víctimas y victimarios compartiendo escenario: madres de hijos desaparecidos; militares, desmovilizados del ELN, las Farc y las AUC; hermanos, hijos y sobrinos de asesinados; heridos directos de minas antipersona; y hasta una mama indígena de la Colombia mística y real que le sale el español para poder parársele a alguien en Bogotá a pedir un poco de reparación por lo que perdió. Todos ellos se meten en el cuento y, además, se les alcanza a ver fascinados por saber que están siendo estrellas en un auditorio; y se ve que se perdonaron. Y se lo merecen. Pero lo triste, lo siempre triste de este país que le gusta mostrar su desdicha es que sus historias de dolor, su catarsis nada ficticia y conmovedora, se pierde en una desdeñable y gastada puesta en escena melodramática, en un frenesí vacío. En la obra se desperdició el invisible poder de sacudir con las historias de vida de los que aquí nunca han importado.

Honestamente no creo que a los actores de esta obra estén realmente sanados por hablar en una tarima tantas veces del dolor que los ha perseguido por tanto tiempo. Las actuaciones de todos ellos en la obra son, la mayoría del tiempo, gritos desesperados por haber perdido lo suyo, entre canciones de rap que saltan a balada y a alguno de nuestros géneros tropicales, otra vez, con letras afligidas por la guerra. “El plomo con plomo” nunca nos ha funcionado; tampoco raspar tanto sufrimiento. Qué desperdicio no haber aprovechado a estos testigos directos para haber hecho algo que calara por su dolor natural. Además, el humor siempre ha sido un buen antídoto para el miedo en este país camandulero, fantasioso e injusto.

Al final de Victus, uno de los actores pide que entre el público se roten una bola grande de lana, y los invita a elevarlos con sus brazos. Que eso se quede en la despedida de un retiro o un paseo de convivencia escolar. Que esas puestas en escena les queden a los talleres de colegio y a los que se sienten fuertes llenando su espíritu así. Este país desangrado merece más, mucho más que seguirle dando tanta cancha al duelo. Los que se pararon ahí a conectarse con sus verdugos para enfrentarse con lo que han sufrido merece que supiéramos su historia, que, al verlos contando sus dolorosas vigilias, quisiéramos ir a abrazarlos al final de la actuación. Pero no, la obra pierde a sus personajes porque su lenguaje se queda muy corto, sin leyenda, mientras Alejandra ameniza tocando los tambores con una bata blanca, dándose un lugar. No se puede banalizar esta realidad con escenas tipo Rey León y un montón de canciones que solo queman tiempo en una historia que, aquí, ni siquiera con el arte, parece que quisiéramos empezar a pintar diferente.

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