La pandemización del mundo ha colocado al sujeto histórico frente a la disolución de todos los criterios éticos que operaron en los últimos siglos, así, como la misma idea de la política.
Las trompetas de la peste siguen anunciado mutaciones sociales profundas, tan profundas como las ocasionadas por la alteración viral que afecta biológicamente la vida humana en el planeta y ha causado y, causará, alteraciones en todas las formas de comportamiento, la manera de concebir la política y lo político y mirar el proceso del conocimiento científico.
Se trata de emplazamientos que comportan nuevas racionalidades, nuevas prácticas, nuevos discursos y, sobre todo, nuevos actores que transformarán el carácter sólido, en apariencia, que tenían los paradigmas vigentes.
Los marcos cognitivos, con los cuales interpretábamos el mundo, serán sustituidos por nuevas sensibilidades, nuevas estrategias rectoras de la vida, que habían sido derogadas por el capitalismo y ahora por la tragedia global. Desde ese momento podemos decir con Neruda: “nosotros los de entonces ya no somos los mismos”.
Disueltos los núcleos de la moralidad moderna, las experiencias existenciales de la vida cotidiana, desaparecidas las redes que presumían mantenernos juntos, sin poder recuperar los caminos construidos en la modernidad, el concepto mismo de ‘naturaleza humana’ será examinado en la morgue donde hacen fila los cadáveres.
La categoría del poder va a adquirir otra dimensión y no será una cosa, ni un objeto, ni una casa de gobierno, ni un palacio, ni unas fuerzas armadas, ni una catedral, ni una suprema corte y, antes por el contrario, será observado como un tejido de relaciones de fuerza, a favor o en contra de los pueblos, que necesita ser sometido a alta cirugía social.
Las organizaciones obreras, estudiantiles y sociales lo observarán desde otra óptica, como un espacio estratégico, donde deben trabajar para consolidarse.
En la palestra política el concepto de soberanía hará imperativa presencia.
Volverán los tiempos, como los que precedieron a la Revolución Francesa y esa soberanía, por primera vez, será considerada como el señorío que defiende la vida y exprese la cohesión política, social, económica y cultural que delimite el comportamiento de las sociedades, donde no existan grupos sociales que ejerzan el dominio omnímodo sobre los seres humanos y la naturaleza.
Los desterrados del bienestar se darán cuenta que las institucionales constituyen un entramado utilizado para dominar a los seres humanos y no reflejan la soberana voluntad de la sociedad, quedando claro, en estas condiciones, que ningún Estado tendrá la necesidad de llegar al paroxismo de la violencia para mantener el orden.
Pensar el mundo será entender la caída de las grandes ideologías y ser escépticos frente a las promesas del progreso, comprender las grandes calamidades, como la del hambre, cobijada, vergonzosamente, con el concepto prosaico y ramplón de la democracia. En su vorágine fatal las estadísticas financieras no serán más importantes que la vida humana.
Y, quienes queden vivos, sabrán que el hombre no estará al servicio de la vida eterna y entenderán la muerte como una ruptura que no debe continuar construyendo riqueza para prolongar la iniquidad.
La muerte no será una orgia de monstruos y demonios disputándose las herencias y las almas.
Las naciones, a poco tiempo, se organizarán para patrocinar la vida y la alegría, no para proteger, en vida, cementerios de relaciones económicas.
Asistiremos a la primera modernidad, donde exista solidaridad, justicia, amor y amistad, sin que haya señalamientos de países que ocupen la geografía del mal.
No tendrá la humanidad miedo y pavor a la muerte, y los relojes no marcarán la hora de fundamentalismos religiosos, la fe agotada y las igualdades marchitas.
Quizá tengamos sociedades donde no existan pobres que agonicen pensando en que sus familiares no seguirán conviviendo con la pobreza, la señora más conocida de la casa.
Salam aleikum.