Víctor Llerena es boxeador, pero no de cualquier tipo. Él es el ‘campeón de Cartagena’ y conocido aún en su gremio donde solo el más fuerte es el que sobrevive. Un hombre que a pesar de sus 45 años y de haber soportado tantos nocauts en la vida de más allá del ring, todavía es capaz de ponerle el ‘tatequieto’ al que se le atraviese.
Son las 11:30 de la mañana de un miércoles caluroso y el “profe”, como le suelen decir sus pupilos, llega en su motocicleta a la hora exacta programada para la cita como si de un reloj se tratase. Primero saluda y en seguida va a asegurarla. Luego se sienta, toma un poco de agua, se acomoda y pone sus pequeñas, pero pesadas manos sobre la mesa listo para hacer un viaje hacia al pasado. Nacido y crecido en Cartagena, Llerena adolescente, se levantaba al Alba para ir a trotar, pues todo boxeador debe prepararse como para una guerra. Se ejercitaba hasta las seis y posteriormente se dirigía a su trabajo en una carnicería en Bazurto, mercado de la ciudad, donde el olor a pescado a carne y a vegetales frescos que con el calor se agudizan, forman una sinfonía de olores que solo quien vive allí la soporta. Luego caminaba hasta la liga para entrenar dos horas y después junto con sus amigos, iba a la playa del Puente Amurallado para nadar hasta caer la tarde. Esa sensación de libertad del vaivén de las olas era lo que él consideraba como su pasatiempo predilecto.
Él es un hombre de contrastes. Hijo de una típica cartagenera a la que define como una mujer violenta y de un padre ‘amarra buques’ pasivo y tranquilo. Es una combinación de ambos. Pero lo heredado de su madre no es el temperamento fuerte, sino la de la fortuna de pertenecer a un clan de boxeadores. Llerena, personalmente, detesta la violencia, además de haber sido criado en el barrio Olaya Herrera de Cartagena donde abunda la necesidad y reina la miseria; famoso por ser cuna de delincuentes.
– La última vez que recuerdo la presencia de los subversivos fue cuando se llevaron a un grupo de 12 muchachos… Solo soltaron a dos. A los otros los mataron.
Trató de vivir siempre alejado de ese submundo, aunque conviviera diariamente con él. Ese carácter incorruptible se labró gracias a los buenos consejos de personas sabias que compartieron con él sus experiencias además del amor por su familia y por el deporte.
Proveniente de una familia numerosa de escasos recursos sin presencia del padre siendo el hijo mayor de doce hermanos, se sentía responsable de las finanzas de su hogar desde muy temprana edad. Es por ello que se vio obligado a trabajar a los 15 años.
Llerena habla pausado con su característico acento costeño, mira hacia el infinito tratando de recordar algo del pasado y de pronto suelta una leve sonrisa:
–Lo que más me marcó en mi niñez, fue aquél día que le salí con groserías a mi abuelo y todos mis once tíos me dieron tremenda muñequera. Me dieron a mano cerrada en el rostro.
A pesar de ser un hombre tranquilo desde pequeño fue reprendido por su madre y abuelo por ser grosero, un poco callejero y por no asistir al colegio. Es por eso que a los 13 años de edad recibió el mayor y último castigo que según él pudo haber tenido en su infancia que lo dejó marcado, como si de un tatuaje en la memoria fuera, por el resto de su vida. Como si una manada de búfalos hubiera arremetido contra él.
A falta de una familia Llerena tenía dos. Él consideraba la casa de unos vecinos muy cercanos como su segundo hogar. Allí dormía, comía, tenía ropa y hasta se escondía cuando en su casa materna lo buscaban para castigarlo.
–Cuando el vecino se enteraba de que me estaban buscando para pegarme, él me azotaba también con un perrero – así lo recuerda con una carcajada diciendo que ni él se la cree. Es aquella época en la que la familia corregía a los muchachos con chancleta y correa, se pensaba que “la letra con sangre entra”.
Su gran sueño de infancia fue remplazar a su padre en su trabajo por el sueldo que se ganaba, a pesar que no veía por él. Él era amarra buques del puerto. Esos que no dejan al mar llevarse las naves. Puesto que la empresa responsable permitía que los empleados al momento de jubilarse escogieran quién iba a sucederlos. Llerena anhelaba que en él se cumpliera la tradición por ser su hijo mayor.
Sin embargo, ese deseo cambió cuando su tío materno decidió mostrarle el mundo del boxeo como una alternativa para ganarse la vida dada la situación económica e incertidumbre que había. Entonces, siendo su tío boxeador le enseñó las técnicas básicas de ataque y defensa que le servirían para que además de ganar conservara su vida en el ring. Porque en el boxeo se arriesga la vida. Al pasar unos meses lo llevó a la liga de la ciudad para que su entrenamiento se fortaleciera y tuviera la oportunidad de hacer esparrin con jóvenes de su peso. Desde ese instante para el ‘profe’ aquél deporte se convertiría en parte fundamental de él y en la alternativa para ayudar a que su familia saliera de la pobreza. A lo largo de su carrera se ha caracterizado por su habilidad técnica en el ring y por su disciplina diaria.
El púgil emocionado por contar uno de sus recuerdos más gratos gravado en su corazón, vigente en su memoria, estrecha sus manos, alza la voz, inundado por un gozo profundo –en mi primera pelea amateur que fue en Arjona, Bolívar, yo tenía mucho miedo– con tan solo 15 años de edad Llerena se enfrentó con un hombre muy experimentado que tenía un buen record –lo que más me inquietaba del hombre es que ya tenía bozo y pelo en el pecho, y solo pensaba… ¡éste señor me va a matar! – A pesar del miedo y del nerviosismo que genera la primera pelea, ese que invade el cuerpo desde la cabeza hasta los pies y el deseo porque termine lo antes posible, el triunfo fue para Víctor Llerena, el nuevo ídolo de la ciudad amurallada. Ganó por puntos. Su carrera amateur solo duró dos años dada su habilidad para la lucha. Igualmente, en su primera pelea como profesional venció a su rival por técnica.
Las dos únicas derrotas que sufrió en su recorrido por el boxeo fueron con el mismo deportista sudafricano por el campeonato mundial en Sudáfrica que lo afectó anímicamente al no poder vencerlo en esas dos oportunidades. Asegura mirándome a los ojos para quizás convencerme que él dice la verdad, que él era mejor que el africano en el ring. Pero que desafortunadamente, por políticas de la empresa a la que él representaba, tuvo que pelear en esas dos ocasiones en una categoría mucho más liviana que la suya (súper gallo 52kgr) siendo su peso (56kgr pluma) dándole toda la ventaja a su rival –uno llega muy devastado a la pelea –
Llerena dice que no ganó tanto dinero a comparación de otros que fácilmente pueden llevarse en una velada más de $100 millones de dólares. Pero que como ‘pepa de guama’ pierden todo, “el que nunca ha tenido y llega a tener, loco se quiere volver”. Él recibía por pelea aproximadamente $70.000 dólares. No obstante, asegura que ese producido lo invirtió en propiedades: una casa y un apartamento en Cartagena que ahora pertenece a sus hijos. Tres mujeres y un varón.
Al momento de preguntarle sobre el tiempo que pasó en la cárcel por la denuncia de extorsión que le hicieron en su contra que demostró, por cierto, que era falsa. Llerena se pasa la mano por su cabeza rasurada, piensa un poco y en seguida levanta su rostro: –yo no le deseo ni a mi peor enemigo la cárcel. La vida es muy complicada allí –. 365 presos compartían patio con él, la violencia era el pan de cada día. El temor de ser la próxima víctima sin importar el motivo invadía a Llerena de miedo por eso prefería quedarse en su celda. Pero a pesar de todo, el 50% de las personas que estaban recluidas allí lo conocían por el boxeo. De alguna manera, él se sentía tranquilo porque la gente lo quería, lo cuidaba y lo animaba –eso es raro que suceda en una cárcel–. Incluso recuerda que como él es diabético y la comida en la prisión es pésima, algunos reclusos que como por arte de magia tenían en sus celdas comida de excelente calidad, lo invitaban para que no se fuera enfermar. Era el ídolo de la prisión.
Llerena siempre fue un hombre creyente, pero asegura que su estadía en ese lugar lo ayudó para reafirmar su fe en Dios. Se la pasaba leyendo la biblia, cosa que no acostumbraba a hacer. Desmenuzaba los versículos para poder entender cada mensaje oculto en ellos, compartía la palabra con otros presidiarios y le pedía a Dios justicia para su caso –la fe me motivaba a salir adelante. Era Dios. Él medió paciencia–. Asistía muy puntualmente a los cultos que se realizaban donde el pastor era uno de ellos, otro preso, que había conocido de Dios en el penal.
No obstante, en los primeros días de encarcelamiento Llerena pensó en suicidarse. Estaba desesperado y tenía rabia de que él estuviera detenido injustamente. Por su cabeza pasaba sus dos derrotas en Sudáfrica y su situación judicial cada vez más complicada. Se preguntaba si valía la pena seguir viviendo. Pero para ese momento como si de un mensaje divino se tratara llegó a la cárcel un entrenador de fútbol que había sido acusado por tocar a uno de sus alumnos menor de edad. De inmediato, unos presos se le acercaron al instructor y le advirtieron que a los abusadores de niños los violaban. El entrenador preocupado y asustado decidió ahorcase al día siguiente. El ‘profe’ que en ese momento se encontraba en su celda en el mismo pasillo que el del preparador, escuchó el alboroto y desconcertado salió a averiguar que sucedía. Al ver al hombre colgado con el rostro morado por la falta de aire sin pensarlo dos veces se resolvió rápidamente a ayudarlo. Lo sostuvo de los pies, levantados del suelo, para evitar que se ahogara. Angustiado, pedía a agritos que lo ayudaran, pero los demás reclusos se negaban por miedo a que se les incriminara. En un abrir y cerrar de ojos, los guardias llegaron –fue uno de los momentos más angustiosos de mi vida–. Víctor logró salvar al hombre y paradójicamente fue a él, al salvador, a quien se le quitaron las ganas de morir. Al salir del penal quiso enterrar ese periodo de su vida. Nunca presentó ninguna demanda contra aquel hombre que lo había incriminado.
Pese a lo anterior, perdió todo respeto por la justicia de los hombres, haber sido detenido varios meses injustamente rebosó la copa; ya antes había sido atropellado por la autoridad que la policía ejerce en las calles abusando de su poder sobre los ciudadanos. Ni él siendo un héroe en su ciudad estuvo a salvo. Una enorme cicatriz en forma de serpiente adorna su brazo derecho. El 30 de julio del 2005 frente al Centro Comercial Los Ejecutivos en la Heroica, Llerena pacifico fuera del ring, fue testigo de la inmovilización de la moto de un amigo por parte de la policía sin razón alguna, ya que tenía todos los papeles en regla. Llerena preocupado le dijo a los agentes: –bueno… ¿qué pasa aquí? ¡Cómo van a violar las leyes! – El policía Tatis enojado por el reclamo decidió retenerlo también y llevárselo para la C.A.I de Chiquinquirá en donde lo golpearon repetidas veces con bolillos fracturándole así el brazo derecho. Los funcionarios al enterarse de que aquél hombre que habían golpeado brutalmente era nada más y nada menos que el boxeador Víctor Llerena, campeón cartagenero, lo soltaron de inmediato no sin antes advertirle que si él llegaba a decir algo el perjudicado iba a ser un hermano suyo. Razón por la cual él nunca se pronunció ante este hecho y decidió olvidar lo sucedido perdiendo una gran oportunidad que le habían brindado días antes para firmar un contrato en los Estados Unidos para unas peleas –no pude hacer nada– La fractura fue tan grave que lo dejó por fuera del ring para siempre.
Llerena libre de la cárcel, pero cansado de ser señalado como un extorsionista por un medio regional, decide viajar a Bogotá para incursionar como entrenador de Boxeo y empezar un nuevo ciclo junto con su esposa. Pero a veces, si lo buscan, porque es bueno en eso y le pagan bien, estuca y pinta casas con las mismas manos que tiempo atrás golpeaba a sus contrincantes en el ring. Escucha vallenatos para recordar su tierra. Añora su condición de boxeador, pero recuerda que aún puede trabajar en su pasión como entrenador. Aunque su color de piel le haya ocasionado problemas en la Liga de Boxeo de Bogotá como si los mejores y más recordados boxeadores no fueran negros. Busca la oportunidad de enseñar en gimnasios privados y hace lo que esté a su alcance.
Pero esta vez Llerena, guerrero de muchas batallas debe enfrentar quizás el combate más duro de su vida, la lucha contra el Parkinson. Maldita enfermedad que carcome a varios boxeadores como si de un Nocaut prolongado en el tiempo se tratase. Sin embargo, a Víctor lo asalta la duda, dos posibles causas pueden ser el origen de su padecimiento. Una por los golpes de su oficio y la otra, un accidente que sufrió a bordo de su moto, que maneja, por cierto, con exagerada precaución, irónica jugada del destino.
Su esposa, Emperatriz Colón, mujer recia que siempre soñó con la posibilidad de compartir su vida con un boxeador es su ángel guardián. Ella quiso darle una alegría, un aliciente, de esos que no pueden imaginarse porque se dicen con palabras y se demuestran con hechos. Le hizo saber que su expupilo, Juan Boada Vélez, quien incursiona en el boxeo profesional desde hace tres meses necesita en este momento de su consejo porque ella evidenció a través del relato de la última pelea que Llerena es parte viva en su triunfo, es que un maestro trasciende en su alumno y el arte de boxear es una colcha de retazos.
Finalmente, Llerena se acomoda en su silla y dice que Bogotá le ha enseñado a ser una persona más tolerante. Pretende que sus pupilos lleguen a ser campeones mundiales algún día con sus consejos y espera que lo recuerden como una persona correcta que ama su familia y al boxeo. Se despide y aunque ahora sus movimientos son un poco lentos como si la gravedad no existiese y flotase, reconozco en su mirada y en sus manos trajinadas la fuerza necesaria para seguir resistiendo los nocauts de la vida porque a pesar del tiempo, él es y seguirá siendo, el “Campeón de Cartagena’.