Estaba planeado como un viaje de trabajo y descanso. Ni en sueños habríamos pensado que iba a ser una travesía espiritual. Doce días de deliciosa comida picante, de seres amables por doquier, de altos contrastes arquitectónicos y humanos. Doce días de milenarias culturas desaparecidas y de actuales concepciones humanas basadas en ellas.
Más allá de las ciudades visitadas, de la gente recién conocida, de los transeúntes pasajeros, fueron doce días de un viaje a lo inesperado. Sí, sensaciones que arribaron sin llamarlas, sentires novedosos, profunda conexión interpersonal con el alma, con el ambiente, con lo indefinible. Así fue. Así son los viajes.
Un viaje es asombro, temor, ansiedad, alegría, complicidad, gozo. Se da por azar, (una invitación inesperada) o por deseo. Mejor si es una mezcla de ambos.
Un viaje contempla lo exterior, gente, colores, formas, sonidos, contrastes, olores y sabores. Conocer, es lo que nos motiva. Vivir nuevas experiencias nos induce. Aprender de lo desconocido nos engrandece. En particular fue novedoso encontrar libros por doquier, cafés-libro, abundantes, hallazgo inesperado, reconfortante, espiritualmente estimulante.
Conocimos a nuestro conductor a la salida de un centro comercial, fue nuestro acompañante, guía, por los siguientes ocho días. Gente respetosa, espontánea, amable, honrada y que él mismo disfruta de sus viajes inesperados, a nuevas ciudades, que no conocía. El viaje se convierte en un nuevo compartir. Mágicamente el tráfico, conocido por el caos, había cedido durante esa Semana, Santa al fin de cuentas.
Más si este viaje exterior va unido a la plena consciencia de lo que va sucediendo en simultánea en nuestro interior, la experiencia puede pasar de bella y buena a fantástica, extraordinaria o milagrosa.
Es tan individual la vivencia -del viaje-, como lo es cada momento de nuestras vidas. Sitios llamados “especiales” pueden pasarnos totalmente en blanco. Otros, desconocidos aún para locales, pueden acarrear el éxtasis a grado sublime. Pero algunos, los inesperados, aquellos que llegan por “casualidad - causalidad”, pueden tener un impacto que transforma nuestra vida, que le provee un nuevo matiz a la luz. Hay que estar abierto a estas experiencias o pasaran desapercibidas y el viaje se convertirá en “uno más”, sin todo el significado que pudo tener.
A manera de ejemplo, no saben ustedes la enorme felicidad que sentí al ver en una catedral el péndulo de Foucault, colgando de lo alto de la cúpula y a escasos centímetros del suelo, su punta mostrando el movimiento del planeta con su oscilación hermosa, silenciosa, gratificante. O la visión de la llamada “Capilla Sixtina de Latinoamérica”, que produce profunda reverencia. O la arquitectura caótica–ordenada, de aquella ciudad blanca, montañosa, que despierta curiosidad. Sin dejar por fuera los contrastes musicales, en el bellísimo centro de artes y en la plaza pública, cuyos matices tan diferentes componen toda una partitura para el espíritu.
Todo viaje es, al mismo tiempo, un viaje al interior de sí mismo y al interior del ser humano que está a nuestro lado. Todo viaje conlleva dos destinos: nuestro Ser y el sitio visitado; Dos destinos más: el alma del mundo y el alma humana; Dos destinos: el conocimiento y la sabiduría, claramente diferentes el uno del otro.
Si es al interior del otro ser humano, al compartir sus sonrisas, -reflejos del corazón- y sus sentimientos, -reflejos del alma-, pisamos firme el terreno de la empatía, de la Unidad. Si es a nuestro interior, al traspasar límites y vencer obstáculos, (físicos, mentales y emocionales) nos conocemos un poco más. Éstas son oportunidades que nos presenta un viaje.
