Ocurrió en el 2015. Nunca había asistido a un Rock al parque y fui, no tanto por la música, sino para ver cómo se comportaba la gente. Lo que me llamó la atención fue ver la libertad con la que los muchachos vendían porros armados, bolsas de perico y cartones de ácido. La gente compraba con toda libertad porritos a 2 mil pesos y ácidos a 20 mil. Todos disfrutamos a placer, no hubo ningún incidente. Fue una fiesta total.
En el primer anillo de seguridad perdí mi correa, un paquete de cigarrillos y un encendedor. Tanto tiempo sin ir a un concierto me hizo olvidar el protocolo. Era las tres de la tarde del domingo y el sol, contra todo pronóstico, se estallaba en el cielo. En el escenario Titán Total Chaos destilaba su metal y yo como una porrista asustada y vieja salí corriendo del pogo a refugiarme en el plácido reino hípster que en ese momento proponían los argentinos de Chancha vía circuito. Aburrido de ver a tanto loquito levitando en ese mezcla de Inti Illimani y Daft Punk, me fui al Bio, que, entre la oferta de esa tarde, se acomodaba en teoría con mis gustos. Los venezolanos de Desorden público terminaban su presentación cuando me acomodé en el pasto. En la bipolaridad del clima bogotano el sol fue tapado por las nubes y empezó a bajar de los cerros una brisa fría que apuñaleaba los pulmones. Con ganas de enfiestarnos empecé a preguntar por cerveza pero las vendedoras, apacibles, sonrosadas, rubicundas, me miraron ofendidas: en un espacio como Rock al parque estaban prohibidas las bebidas espirituosas así como las sustancias sicoactivas. Recordé la minuciosa requisa y al oler el ambiente noté que nadie estaba fumando bareta. Dependíamos de la música y del Red Bull para divertirnos.
A las 3 y 45 entraron los muchachos de La Real academia del sonido, seleccionados en la convocatoria de bandas distritales. Empezaron bien pero poco a poco, entre tanto salto hiphopero, se les fue acabando el aire y las consignas seudo comunistas y los llamamientos continuos a rechazar el imperialismo yanqui, fueron reemplazando a la música. Cuando empezaba a aburrirme al lado mío se cuadró el primer parche de burros de la tarde. Ninguno de los muchachos pasaba de los veinte años, tenían pantalones anchos, expansores, gorras volteadas para atrás. Uno se los podía imaginar haciendo piruetas con sus patinetas en pleno Parque Nacional. Con timidez me le acerqué al que estaba raspando los duros moños de la cripy y le pregunté si podían venderme un bareto ya que, después de que los muchachos de La real academia del sonido guardaran la pancarta en donde pedían una Asamblea Nacional Constituyente, se subirían a la tarima los caleños de Zalama Crew y yo siempre he creído que el cannabis viene bien con ese sabor del pacífico. El pelado me miró rayado y me invitó a abrirme ya que él no era ningún jíbaro, así que sintiéndome ridículo volví a sentarme en el piso a mirar resignado los consejos que desde una pantalla me daba Échele cabeza. com. Anunciaban ya al grupo de Cali cuando el más pequeño y joven del grupo de patinetos me alcanzaba un bareto no sin antes cobrarme cinco mil pesos.
Lo encendí y, a medida que iba oscureciendo y que los de Zalama Crew le daban paso a The coup, la banda en donde canta el vocalista de Rage against the machine, las hogueras canabicas, la gente y sobre todo el frío, empezaba a poblar esa parte del Parque Simón Bolívar. Cuando acabó el recital del grupo californiano ya era de noche y yo había comprado un bareto de las proporciones de un Cohiba que al probarlo noté inmediatamente la añorada suavidad corintiana. Porque en el campo, mientras los africanos de Sierra Leona cantaban sus letanías, ya se ofrecía a voz en cuello perico revuelto con Mexana a ocho mil pesos la bolsita, ácidos Hoffman de pésima calidad a 15 lucas el cartón, sacol para ver dragones a dos mil la botella y guaro, ríos de guaro.
Una nube se levantaba encima de las veinte mil personas que se agolparon a las diez de la noche a ver el plato fuerte del domingo: Los pericos de Argentina. Lo raro a esa altura era ver a alguien sin su porro en la mano cantando esos reggaes noventeros, abrazados en torno a la música y por qué no, a la marihuana.
A las once, sin traumas y en paz, ciento cincuenta mil marihuaneros desalojaban las tres tarimas del parque Simón Bolívar demostrando que el problema no es la droga sino la represión y los prejuicios. No tuvimos problemas en agarra un taxi y en soñar en todas esas fiestas de mañana.