La voz del cantante llanero Luis Eduardo Díaz se levanta como el amanecer que nos recibe en la trocha destapada que comunica a Vistahermosa con su corregimiento Piñalito, al suroccidente del Meta: “Tan pequeño que es Vistahermosa y tan grande que su cementerio ¿no, mano?” Son las cinco y treinta de la mañana del lunes 30 de noviembre y desde los ronquidos de un Chevrolet Kodiak que a sus espaldas de madera transporta a una enfermera, cinco músicos llaneros, un fotógrafo, un periodista, una montaña de maletas, tres enfriadores grandes de icopor sin hielo con gaseosas Big Cola, 150 tamales y el mismo número de panes de rollito, le ponemos la vista al llano.
Nos dirigimos a Piñalito para comenzar una expedición de 300 kilómetros por las aguas del río Güejar, Ariari, y Guaviare y acompañar a un grupo de 150 muchachos de todas las regiones del país que quieren enviarle un mensaje de alegría y esperanza a las comunidades ribereñas de Piñalito, Puerto Gabriel, Puerto Toledo, Puerto Rico, Barranco Colorado, Pororio, Puerto Concordia y San José del Guaviare que han padecido los embates de una guerra sin sentido.
El paisaje nos saluda con los vestigios de cultivos de coca que hace doce años engordaban los bolsillos del frente 7 y 27 de las FARC, en épocas donde Raúl Reyes y el Mono Jojoy deambulaban por las calles de Vistahermosa y tomaban cerveza en la tienda de la esquina del polideportivo, y que hoy en día son reemplazados por las matas del plátano maduro y la yuca que acompañan los platos de carne de res, chigüiro, armadillo, preparados por los llaneros en sus chuzos de hierro.
A las 6:00am llegamos a la vereda a orillas del Güejar. Algunas casas continúan levantadas con grietas en sus paredes y sus techos de zinc han sacudido el temor de las balas para permanecer erguidos. Las calles se extienden sobre una alfombra de arena, lodo y alrededor se observan las pancartas intactas, limpias, de los candidatos a la Alcaldía de Vistahermosa y a la Gobernación del Meta. Nos reciben cuatro militares vestidos de camuflados con cinturones de granadas, su AK-47 a la que no le pierden la vista y mientras nos comemos el tamal con gaseosa, los muchachos preparan sus tambores, extienden sus pancartas verdes, naranjas y rosadas, se colocan sus máscaras, se elevan en sus zancos, izan sus banderas y entonan la Pollera Colorada en un carnaval de la alegría para interrumpir el silencio que desde hace más de 15 años atrapó a la comunidad y que contrasta con el crujir de los disparos y la explosión de granadas con los que, a la fuerza, tuvieron que convivir.
Al son del carnaval, las mujeres de Piñalito mueven sus caderas con timidez mientras sujetan las manos de sus hijos vestidos con pantalonetas rojas y botas pantaneras, y los campesinos observan con regocijo la fuerza del canto que se repite a su alrededor, en cuanto sostienen el pocillo de tinto mañanero en sus manos carrasposas. “Aaaay, al son de los tambores, esa negra se amaña y al sonar de la caña, va brindando sus amores. Es la negra Soledad, la que goza mi cumbia, esa negra salamuña, oye caramba, con su pollera colorá”. Es una imagen que le vuelve a encorvar las comisuras de los labios a todo un corregimiento que tanto lo necesita.
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Tres botes ancestrales de madera y hierro se posicionan a orillas de un río Güejar desnudo y tranquilo. Son las nueve de la mañana y con la alegría de la primera alborada del día embarcamos el equipaje y nos ubicamos en las extremidades planas y lisas de los botes para comenzar el recorrido de una hora y media rumbo a la vereda Puerto Gabriel. Río abajo los yarumos se levantan con el peso de los cirigüelos en sus copas, quienes, con el crujir del motor de las lanchas y sus estelas, emprenden un vuelo hacia la otra orilla. Las tortugas taricayas descansan en los bejucos de los manglares, las babillas se asoman al río para tomar el sol y los árboles de cacao nos saludan en épocas de cosecha. Es un paisaje que inspira a los muchachos para cantarle, en unísono, a la pacha mama y sacralizar con sus pregones a un río que tanta sangre se llevó: “¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón. Tanta sangre que se llevó el río, yo vengo a ofrecer mi corazón”. Porque para los muchachos el río continúa vivo
A las 10:30am los campesinos del corregimiento de Puerto Gabriel nos abren las puertas de su territorio mientras pelan las papas pastusas, los plátanos maduros y la yuca de sus cultivos para hacer un sancocho trifásico.
Los muchachos son invitados a ingresar al único recinto con vigas de madera y techos de zinc intactos -- que pueden reunir a la comunidad entera-- y con el contrapunteo llanero, los cánticos Embera Chamí y los movimientos frenéticos del cuerpo que siguen el ritmo de los tambores del Mapalé, enaltecen a una vereda que resistió la fuerza de los disparos para permanecer en su territorio. Además, celebran el cumpleaños de un muchacho, habitante de la comunidad, al ritmo del arpa y el humor coloquial de un payaso quien invita a los asistentes a abrazar, en una muestra de afecto y humildad, al homenajeado. Pasaron más de 25 años para que Puerto Gabriel se vistiera de esperanza y contrajera su rostro en un acto que le daba paso a un valle de lágrimas: esta vez de alegría.
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El 20 de febrero de 2005, una bomba cargada con 100 kilos de anfo explotó cuando un grupo de soldados de la séptima brigada del Ejército patrullaba el hotel Acapulco de Puerto Toledo, Meta a las cuatro de la tarde. La explosión cerró los ojos, para siempre, de cinco personas, dejó a otras 20 heridas y derribó las paredes de 11 casas incluido el único puesto de salud, en uno de los hechos más dolorosos que sufrió el corregimiento, el mismo que nos esperaba a orillas del río Ariari y que representaba nuestra última parada del día.
A las 5:00pm Puerto Toledo parece un municipio fantasma. Al igual que Piñalito, el corregimiento se levanta sobre una alfombra de arena; las paredes mantienen vivo el recuerdo de los enfrentamientos entre el frente 27 de las FARC y la séptima brigada del Ejército, cuando a comienzos de milenio la bonanza cocalera acostaba a dormir a los 100 habitantes de su corregimiento, recién el sol se escondía. El miedo y la zozobra me invaden cuando escucho a dos de los muchachos conversando sobre las minas antipersona que invaden la zona:
-- ¿Tiene miedo, pelado?, pregunta uno de ellos mientras agacha su cabeza y observa sigilosamente el piso enlodado.
-- Pues es que uno no sabe de las cosas que ‘haigan’ por aquí ¿no? Uno no sabe qué y quién está detrás de todo este ‘materío’.
Sin embargo, la alegría y compañía de un grupo tan grande desarman mis prejuicios mientras la vereda desaparece en la oscuridad de la noche. Porque en Puerto Toledo la luz funciona gracias a una planta de ACPM, un par de páneles solares, y en medio de la oscuridad, el fuego de las antorchas, la luz de las velas, el eco de los tambores y el ritmo del breakdance, los muchachos vuelven a levantar la confianza de una comunidad escondida en el miedo vespertino.
Las lanchas nos saludan a las 10:00am del 1 de diciembre para continuar nuestro recorrido por las aguas de la Serranía de la Macarena, esta vez con una primera ruta de tres horas desde Puerto Toledo hasta Puerto Rico. La furia de la unión entre el río Ariari, el río Güejar y el río Guayabero, se evidencia con los espirales que producen las moyas quienes succionan parte de los bejucos de los manglares, lugar donde posan, desnudas, las familias de taricayas. En el camino los micos marimba se cuelgan de ceiba en ceiba, de jamuco en jamuco y desde las veraneras vestidas con follajes rosados, las pavas deambulan de orilla a orilla para asentarse en las copas de los guayaberos. A su vez, los yarumos sobresalen por encima de las platanillas y los cultivos de yuca, abriendo paso a un paisaje majestuoso que continúa erguido y que ha dejado en el pasado las estelas de la bonanza cocalera. Nuestra llegada a Puerto Rico se aproxima, el lugar de mi última parada.
Así, con esa fuerza resiliente --la misma que ha conservado la biodiversidad de la Serranía de la Macarena—los muchachos continúan con su expedición fluvial. Son muchachos a los que las balas no les ha arrebatado su alegría, sus tradiciones y las que no han mandado a enterrar sus sueños. Son muchachos que, a pesar de la falta de oportunidades, recorren esa otra Colombia, la del olvido, y desde la grandeza de su corazón legionario -- representado con el sonido de sus tambores, sus flautas, con el movimiento de sus cuerpos, con la alegría de sus personajes, con la fuerza de un abrazo -- comparten amor y afecto a las comunidades más golpeadas por el terror de la guerra. Ellos son los muchachos de la Legión del Afecto.
#PostalesViajeAPie por la Colombia profunda. Colombia en el corazón de sus jóvenes más excluidos y estigmatizados llevando afecto y alegría. Construyendo la paz de la vida cotidiana, el sosiego han soñado.
Posted by Viaje a Pie - Legión del Afecto on Thursday, December 3, 2015