La carretera se insinúa apenas, parece un milagro que el volante responda, que la curva a la derecha sea a la derecha, vemos un mar de cebolla y un negro profundo al fondo, es la laguna de Tota. Hemos decidido celebrar el año nuevo sintiendo a Colombia en un recorrido de más de dos mil kilómetros. Llegamos al destino, el aire helado rompe la somnolencia, dormimos en el más profundo silencio para despertar en un lago que parece de cielo.
Viajar así tiene mucho que ver con explorar los límites, los del tanque de gasolina, los del cuerpo y los del país mismo. En la maleta de este trayecto me acompaña un libro sobre uno de los viajes más épicos, el de la conquista de América. Se trata de Tríptico de la infamia de Pablo Montoya, la novela con la que este escritor recibió el premio Rómulo Gallegos el año pasado.
El libro me ha cautivado y es un personaje, una compañía en este viaje por carretera. Su fascinación no sólo está en que es la narración de tres pintores testigos a su modo del despojo y la bellezas de una América profunda y exquisita, nueva para el conquistador pero ya llena de raíces y saberes. Eso lo sabemos bien. Pero lo que Pablo explora se trata, entre otras cosas, de lo que significa viajar, de la paradoja que existe entre moverse para aquietarse, romperse para sanar.
....”fue diciéndose que todo viaje para que fuera memorable debía ser la vivencia plena de una aventura. Una aventura que no debía pasar como el viento suave o un delicado rayo de sol que cayera sobre la piel, sino como un remezón que arrojara el cuerpo brutalmente hacia lo nuevo. Sí, él Jacques Le Moyne, oriundo de Diepa, pintor de vocación y discípulo de Francis Tocsin en las artes de la cosmografía volvería a Europa. Porque él era de allá y jamás podría ser cabalmente un indígena. Pero volvería con una huella, no sólo estampada en sus recuerdos, sino signada en el cuerpo”.
Hemos presenciado a la Colombia profunda de segadores de papa,
aspersores de agua como abanicos de luz,
vacas aburridas a la orilla del camino
El camino que hemos recorrido, como el de los viajeros que salimos con la idea de estudiarnos mientras leemos reseñas, mapas y pistas en el Waze, ha sido solitario. Apenas ahora encontramos a otros viajantes. Nos hemos salido de la ruta más popular y hemos presenciado a la Colombia profunda de segadores de papa, aspersores de agua como abanicos de luz, vacas aburridas a la orilla del camino, silencio y más silencio. Las noches de la carretera son como las del ermitaño que apenas logra iluminar el siguiente paso, de pronto aparece un hombre caminando, como nosotros, en el más absoluto abandono de la niebla. El carro pasa de largo, su espalda aparece de la nada y al mismo vacío regresa. Nosotros, luciérnaga motorizada, también somos volátiles, insectos raros de los caminos que pocos transitan.
No ha sido fácil encontrar a la Colombia que a diario vivo. He visto otra, íntima, personal, es tierra y paisaje, tradición y nadie se pregunta por los asuntos existenciales que a los que vivimos en el desarrollo nos acosan. No es paraíso, no es idilio, tampoco es fácil. Vivir, es eso. Obligación, tarea y recreo. Fin de un ciclo, renacer a otro. Cuidar y abandonar. Cultivar y soñar. Viajar, es observar todo eso en uno, en los otros.
El cuerpo se resiente, se duerme poco, se siente hambre, extrañeza, nostalgia de lo que dejamos por viajar. En medio del Sol abrasador nos preguntamos por el rigor del viaje, en la soledad de la noche nos reconforta la lejanía. Vamos y volvemos entre los extremos para conciliar algún tipo de comprensión.