Venía caminado hacia mí con una sonrisa amable. Las nubes del mediodía empezaban a despejar lo que se insinuaba como una tarde brillante de sol. Me pareció conocido pero no pude recordar quién era. La figura de un muchacho joven y alto reveló su identidad primaria cuando extendió su mano para saludarme y me llamó profe. En ese momento no supe su nombre pero sí que años atrás había sido un estudiante destacado. Uno de esos que tuve por pares cada semestre durante diez años: abogados en vísperas con sueños de estar en otro lugar. Mujeres y tipos que se sentían incómodos y frustrados con el pronóstico más probable de sus vidas: entre códigos, leyes y juzgados. Por curiosidad le pregunté dónde trabajaba. Agachó la cabeza —como con una vergüenza enana— y me dio el nombre de una inmensa multinacional. Me alegré genuinamente por él; luego de quince años de búsquedas de sentido he aprendido a valorar la pertinencia de un salario y un trabajo estable. Lo felicité pero él insistía en la mirada gacha. Alguna tontería sobre la sabiduría de la vida me atreví a decirle y ambos continuamos nuestro camino. Un par de pasos más adelante tuve la certeza de que ese muchacho, de quien no pude recordar el nombre, era un espectro —con seguridad más lúcido y talentoso— de ese tipo incómodo y frustrado que fui cuando la vida del abogado se me apareció de frente como una avalancha.
Ese mismo que un par de meses antes de recibir el diploma interrumpió una clase de literatura —el refugio de las tardes en la facultad— y al abrir la puerta sudando le dijo al profesor que no podía quedarse, luego de entregarle un ensayo sobre Borges obligatorio para ese trimestre, porque se le iba a vencer un término. El profesor, quien también era abogado y también era mucho más perspicaz, le respondió: Camilo a usted hace rato que se le venció. Sonreí de inmediato y cerré la puerta. En un cuarto de hora cerrarían el juzgado y sin presentar ese recurso de apelación con seguridad sería improbable graduarme. Atravesé la calle 12 buscado la carrera décima donde se erguía el edificio descomunal donde mi proceso era tan solo una de las miles de carpetas arrumadas. A mitad de camino, la herida empezó a sangrar. Las palabras del profesor no eran una ocurrencia jocosa. No, era un pensamiento que con seguridad había masticado durante el semestre en el que fui su alumno. Alcancé a llegar a tiempo a la ventanilla opaca que recibía ese tipo de documentos. Al poco tiempo recibí el diploma y así empezó la certeza más extraña de mi vida. Los siguientes años transcurrieron en el marasmo de una carrera promisoria y suertuda que hoy agradezco sin dudar. Cuando la burbuja reventó —como le reventará a mi estudiante de la multinacional— no supe que hacer, pero tenía la irreductible convicción de tener que dedicarme —como en una obligación inaplazable— a algo totalmente distinto. Casi una década después me encontró al profesor que leía en un parque y le conté de mis últimas decisiones y apuestas: de los grafitis, los viajes, los escritos, las primeras intenciones en el cine. Él, me felicitó —genuinamente—. Me senté a su lado, siempre lo consideré mi amigo, y le conté de aquella tarde en la que él me dijo que mi término se había vencido. No lo recordaba en absoluto. Nos despedimos. Es curioso como ciertas palabras intrascendentes para unos terminan siendo determinantes para otros: la macabra lotería de los sentidos y los significados. Aunque la revancha había quedado a medias, me sentí satisfecho.
La oí convencida y triste, esa mezcla perfecta para saber que una persona está lista para arrancar e incendiarlo todo
Hace unos días, otra estudiante me escribió un mensaje directo por Instagram. Esta vez me bastó visitar su perfil para recordar su nombre. Luego de una breve introducción y de preguntar por mi familia me envió una nota de voz. El asunto que la estaba consternando era que sentía que había llegado la hora de dejar de ser abogada para dedicarse a su sueño de escribir. Y quería saber mi opinión. La oí convencida y triste, esa mezcla perfecta para saber que una persona está lista para arrancar e incendiarlo todo. En una nota de voz de vuelta le hablé de la brújula invisible, un sistema sospechoso de orientación que poseen todas las vocaciones artísticas y que le irá mostrando el camino casi a su antojo. Supongo que me agradeció más por decencia que por la respuesta misma. Antes de despedirme le compartí lo único que sé ahora, luego de quince años: solo aquellos que están dispuestos a intentarlo lo suficiente son los que tendrán —a lo sumo— una oportunidad. Y esa es la mayor y más ineludible crueldad del medio. Las artes son un campo santo de anhelos e ímpetus que van cayendo, agonizantes. Con seguridad le irá bien. O tal vez le irá mal, pero eso en estas búsquedas también es provechoso. Porque cuando se trata de serse honesto a uno mismo nada depende de un término y ni siquiera de un talento, se trata de seguir esforzándose un poco más de lo que los demás están dispuestos a hacerlo. Justo como me lo enseñó un jefe abogado a quien siempre admiraré. Otro que tampoco se acordó de mi nombre el día en que me lo crucé en el camino. Esta vez yo ya no tenía la mirada gacha.