En un Estado social de derecho, la primera acción que demanda una política de respeto por la vida y un compromiso real con la protección de líderes sociales y defensores de derechos humanos, es actuar con mesura. Evitar la manipulación de los hechos y las declaraciones públicas que estigmatizan y preservar la vida de quienes la guerra ha convertido en víctimas, es la responsabilidad de quienes lo representan, hablan y actúan en su nombre.
El pasado 10 de febrero del año en curso, Human Rights Watch presentó en Washington D.C. su informe sobre la situación de los líderes sociales y defensores de derechos humanos en Colombia. Publicado bajo el título de Líderes desprotegidos y comunidades indefensas: Asesinatos de defensores de derechos humanos en zonas remotas de Colombia, este documento despertó más interés y preocupación en el parlamento estadounidense que en el gobierno colombiano. Caso similar ocurrió con el informe presentado durante el mismo mes por la Alta Comisionada de Naciones Unidas —Michelle Bachelet— sobre la violencia en Colombia, que generó preocupación en la Unión Europea. La ausencia del tono sabio de un estadista, fue escondido tras una actitud defensiva que cerró la posibilidad de escucha y provocó respuestas temerarias.
Como ejemplo de la prioridad que otorga el gobierno nacional al respeto a la vida, señala el presidente Iván Duque, la disminución histórica de la tasa general de homicidios. Efectivamente “Colombia cerraría este 2020 con la tasa de homicidios más baja en los últimos 46 años: 23,79 por cada 100.000 habitantes”.
Este es justo uno de los casos en que resulta más importante lo que se calla, que lo que se dice. Cuando menos tres cosas se omitieron en esta verdad a medias. De una parte, que esta reducción no es resultado de las acciones emprendidas por el gobierno nacional o por las administraciones locales, sino esencialmente por las limitaciones a la movilidad impuesta por la pandemia, que condujo a la disminución de las riñas. De otra que “la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes reportada por la Policía Nacional es particularmente alarmante en los departamentos de Cauca (53,71), Chocó (54,31), Putumayo (42,8) y Valle de Cauca (45,17)” y, finalmente, que el único sector poblacional donde crecen de manera sostenida, los homicidios en Colombia, desde 2016 a la fecha, es entre defensores y defensoras de derechos humanos y líderes y lideresas sociales.
Responder reiteradamente a los cuestionamientos sobre los asesinatos de defensores, líderes y lideresas sociales con la reducción de la tasa de homicidios sobre el conjunto de la población es eludir el problema, desenfocar la atención de quien nos cuestiona y desvirtuar la realidad, mientras al mismo tiempo se niega la calidad del asesinado —como defensor de derechos— y su importancia en la estructura social de cualquier país que se precie de ser democrático. Es sin tapujos: manipular la verdad, mentir sin que parezca mentira. Estrategia en la cual el gobierno nacional gana una amplia experticia buscando mantener a flote su ya lastimada imagen internacional.
En hechos que, a los ojos de cualquier persona común, aún deben ser materia de investigación, el consejero presidencial para la seguridad nacional, Rafael Guarín, dijo que el grupo de Guardias Indígenas del resguardo el 12 de Borbollón, Vereda El Consuelo —parte baja— del municipio de Carmen de Atrato, en el Chocó “deben ser condenados a penas de prisión entre 40 y 45 años, por el delito de secuestro de 9 soldados del ejército nacional que fueron retenidos y desarmados”.
De nuevo vuelve a ser más importante lo que no se dice. Y en esta ocasión no se dice que se trata de una comunidad indígena del pueblo Emberá que, con muy escaso dominio del español y en condiciones de alta vulnerabilidad, vive de manera dispersa en el área rural a más de 111 kilómetros de Quibdó, capital del departamento. Tampoco se dice que se trata de una población regida por una legislación especial que le permite aplicar justicia propia en su territorio, así como contar con una guardia indígena responsable de la protección del territorio y de la vida de sus comuneros. Menos aún menciona que ya en 2015 la población de esta misma zona fue víctima de desplazamiento forzado provocado por la presencia de grupos armados que instalaron en su territorio minas antipersona y otros artefactos explosivos, ni que para esa fecha en varias ocasiones habían denunciado amenazas a líderes comunitarios.
Omite también mencionar la cronología de los hechos, que según las autoridades indígenas y medios de comunicación virtuales trasmitidos en vivo, señalan que sobre la 1 de la tarde del día 8 de marzo, incursionó un grupo de entre 6 y 9 hombres armados a la comunidad. Durante su ingreso se produjeron varios disparos que dejaron heridos a dos miembros del resguardo. De inmediato la comunidad emprendió la huida para salvaguardar sus vidas.
Al llegar a la carretera Medellín-Quibdó, miembros de la Guardia Indígena preguntan al Ejército, asentado sobre la carretera, si tenían hombres en alguna operación en la zona a lo que responden negativamente, por lo que entre la comunidad que huye se difunde la información de que se trata de un grupo paramilitar. En cumplimiento de su labor, la guardia indígena regresa y retiene a 9 hombres armados con armas largas y uniformes militares sin insignias que permitieran su identificación. Los desarman, los amarran y los retienen hasta realizar las indagaciones del caso. Un día después fueron entregados a una misión humanitaria junto con su armamento y sus elementos de dotación oficial.
Ningún pronunciamiento se hizo sobre las víctimas de este incidente que dejó dos heridos y 17 familias (62 personas) desplazadas siendo este el tercer desplazamiento que ocurre en este departamento en las dos últimas semanas. En voz alta, el ministro asimiló las acciones de protección legítimas y legales de la guardia indígena con otras acciones promovidas por los grupos armados ilegales cuando al referirse al caso menciona que: “lo que está ocurriendo es que hay colectivos organizados, preparados y entrenados para impedir las tareas de la Fuerza Pública y de la Fiscalía en lo que tiene que ver con la captura de criminales, la erradicación de cultivos ilícitos y las operaciones contra la extracción ilícita de minerales”. Con estas palabras se escondieron posibles irregularidades de la operación militar —como la no identificación de los militares, o la negación verbal de sus operaciones— que parecen haberse combinado con el temor de una población vulnerable que ya conoce los horrores de la guerra, pero no la reparación, ni la justicia.
Siguiendo el adagio que nos enseña que toda mala situación es susceptible de empeorar. El pasado 02 de marzo el Ejército Nacional realizó un bombardeo en el departamento de Guaviare, con el objetivo de atacar un campamento de alias Gentil Duarte, quien comanda un grupo disidente de las Farc-Ep. Dichas operaciones dejaron 10 personas muertas y dos capturadas. Una denuncia presentada por el exconcejal Hollman Morris señaló que, al parecer, cuatro menores de edad habrían muerto en esta operación.
Ante tales denuncias de manera inmediata, el ministro de Defensa, Diego Molano, respondió afirmando que los menores "dejan de ser víctimas cuando cometen delitos" y "desafortunadamente, se convierten en criminales", son "máquinas de guerra". Dichas afirmaciones niegan dos realidades, la primera de ellas que, en Colombia, los niños(as) hijos(as) de campesinos, indígenas y afrodescendientes, son reclutados por la fuerza y con engaños por grupos insurgentes, paramilitares y bandas criminales para utilizarlos en el conflicto armado.
La segunda que en concordancia con su calidad de víctimas los Estados tienen la obligación de “garantizar que todos los niños y niñas menores de 18 años que están o han sido reclutados o utilizados ilícitamente por fuerzas o grupos armados y están acusados de crímenes contra el derecho internacional, sean considerados principalmente como víctimas de violaciones contra el derecho internacional y no como presuntos responsables”.
También omite mencionar que la Corte Constitucional al referirse a este tema reconoce que “a la vez que pueden ser responsables de infracciones a la ley penal, son víctimas del reclutamiento ilícito”, y ello obliga al Estado, cuando menos, a “ponderar el tratamiento que debe dárseles a los niños, niñas y adolescentes, sin anular de manera absoluta los derechos de las otras víctimas del conflicto armado colombiano”.
En este marco interesa saber si en esta operación militar el Ejército Nacional cumplió con su deber de ponderar la situación de estos adolescentes. ¿Cómo lo hizo? ¿Pidió y recibió información de inteligencia que advirtiera de la presencia de menores de edad en ese campamento? ¿Consideró otro tipo de operación militar para realizar el ataque con menor riesgo sobre estos adolescentes?
En un país atravesado por un conflicto armado interno de más de 50 años y altamente degradado, es de alta gravedad partir de la percepción de que los niños, niñas y adolescentes son “máquinas de guerra”. Además de ignorar que, para preservar el mínimo de la condición humana durante las guerras, los conflictos internos e internacionales, se crearon las regulaciones conocidas como Derecho Internacional Humanitario que forman parte del bloque constitucional en Colombia; abre la puerta a que por facilidad se generalicen prácticas militares que convierten a los niños, niñas y adolescentes en blancos legítimos de una acción militar de origen estatal, olvidando que los jóvenes fueron convertidos en población de alto riesgo luego de las 91 masacres cometidas en 2020 y las hasta ahora 21 masacres cometidas en lo que va corrido de 2021.
En un Estado social de derecho, la primera acción que demanda una política de respeto por la vida y un compromiso real con la protección de líderes sociales y defensores de derechos humanos, es actuar con mesura. Evitar la manipulación de los hechos y las declaraciones públicas que estigmatizan y preservar la vida de quienes la guerra ha convertido en víctimas es la responsabilidad de quienes lo representan, hablan y actúan en su nombre.