En la reciente Asamblea Nacional del partido Comunes, me tropecé una mañana soleada con un compañero de filas en la guerrilla, al que no veía desde hace por lo menos 30 años. Su aspecto era muy similar al que lucía tres décadas atrás. Algo bajo, de contextura ligeramente obesa, sonriente y de mirada noble. A unos metros de distancia me saludó con un camarada Gabriel Ángel, me place mucho verlo. ¿Sí recuerda de mí?
En un segundo confirmé de quién se trataba. A usted lo conocí en el 19 frente, en la Sierra Nevada de Santa Marta, desde cuando ingresó. Y se llamaba Silverio, agregué. Él asintió con emoción, Por un momento pensé que no se acordaría, me dijo. Recordó que era apenas un niño en el año 88, cuando ingresó a filas. Quizás de trece años. Camilo Fagua, que de pie a mi lado seguía nuestra conversación, lanzó una exclamación con sorpresa.
Hable suave de esos temas, camarada. Yo, que he tenido que intervenir ante la JEP en varios de los casos abiertos contra las antiguas Farc, imagino que si lo oyeran lo llamarían de una vez para sumar más pruebas en contra. Silverio recogió la advertencia con seguridad, No, camarada, yo no niego ante nadie la edad a la que ingresé a filas. Fue gracias a ello que aún vivo. Trece familiares míos fueron asesinados en la persecución política contra la Unión Patriótica.
O me recibían en las Farc, o me hubieran matado también. El mando que me dio el ingreso, que por cierto también está en este evento, me salvó la vida. Camilo guardó silencio ante la contundente respuesta. Es cierto, hay una gran parte de la verdad del conflicto, de la cual ninguno de los mecanismos creados para develarla se ha ocupado. Oímos con frecuencia que las Farc se dedicaron sistemáticamente a ingresar menores para acrecentar sus filas.
Y que ello constituye una grave violación a los derechos humanos, un crimen de lesa humanidad por el que deben responder sus antiguos comandantes. La ultraderecha y los puristas del derecho, que elevan las normas jurídicas a verdades reveladas, sin admitir nunca que estas son creaciones humanas para juzgar hechos humanos, antes que sentencias anticipadas ajenas por completo a la realidad de que se ocupan, celebran una y otra vez la segura condena.
Alguien debería recopilar, en justicia, las historias de esos menores a quienes la violencia, la miseria y demás lacras de la sociedad colombiana empujaron a buscar refugio en la guerrilla. Recién una buena parte del país se escandalizó, porque herederos de las más puras comunidades aborígenes de la Orinoquía y la Amazonía, eran lanzados a la drogadicción y la prostitución en el oriente del país, delante de todos, sin que las autoridades tomaran cartas en el asunto.
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La cultura mafiosa y traqueta devoraba sin piedad todo a su alrededor. Lo único que inquietaba a las autoridades era la presencia clandestina de la subversión, llamada finalmente terrorismo
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Somos un país en el que todo nos llega tarde. La verdad es que casi enseguida de haber descubierto e integrado a lo que con orgullo llaman civilización, a tribus como los Nukak, antes nómadas en la selva y sin ningún contacto con el desarrollo, los indígenas fueron convertidos en recolectores de hoja de coca, prostitutas o servidumbre en el mejor de los casos. Una historia que tiene por lo menos cuatro décadas. La mejor opción a cambio era ingresar a las Farc.
Es que no sólo los indígenas, sino toda la infancia de las regiones coqueras en el oriente y sur del país, comenzaba a trabajar como recolector desde muy temprano. Una buena fuente de ingresos para ellos y sus familias. Salían con el pago a caseríos donde se oían corridos norteños a todo volumen, y en donde el licor, las cantinas y los prostíbulos estaban a la mano, con sus borracheras, riñas y espectáculos grotescos, como niños ebrios vomitando en las esquinas.
La cultura mafiosa y traqueta devoraba sin piedad todo a su alrededor. Lo único que inquietaba a las autoridades del Estado era la presencia clandestina de la subversión, llamada finalmente terrorismo. Valerse de esa infancia para infiltrar la guerrilla era una práctica habitual en las tareas de la inteligencia militar. Así como perseguir sin piedad las familias de aquellos que les parecieran sospechosos de colaborar con la rebelión, incluidos los menores.
Si alguno de estos solicitaba ingreso a las Farc, su familia tenía que ocultarlo. Rodeados de paramilitares, tropa y agentes de inteligencia, nadie quería ser señalado de tener familiares en filas guerrilleras. Se les iba la vida en ello. Así que la historia de que vinieron los guerrilleros, nos encañonaron y se llevaron el hijo o la hija a la fuerza, se trocó en verdad producto de mentiras repetidas cien veces. Hay mucha historia por develar en el conflicto.
Eso de que las Farc fueron los perversos en una sociedad atormentada por ellas, es una leyenda negra para revisar. No más voces silenciadas.