Decidí aprovechar la visita al futuro y me fui al primer bar que encontré. El bartender era un robot mal programado por unos estudiantes del Sena. A pesar de que le pedí un gin-tónic, me preparó un cóctel llamado galáktiko que sabía raro, pero no se me hacía extraño. Le pregunté al cantinero mecánico qué contenía el cóctel, pero su interfaz empezó a titilar en rojo y a mostrar error. Una voz a mi lado me respondió: “Eso tiene Arrechón, Redbull y Supercoco líquido”. Le di las gracias por la explicación.
Le extendí la mano para presentarme. Le dije que me llamaba Andrés y que solía viajar en el tiempo cuando estaba aburrido. El extraño se rio, pero no se sorprendió. Me dijo que los viajes en el tiempo estaban prohibidos, a pesar de que todavía no los habían inventado, y que solo los tenían permitidos los viajantes del pasado, pero no los del futuro, ni los del presente. Agregó que si por él fuera se regresaría a resolver muchas cosas que actualmente lo tienen sumido en una inmensa depresión.
Saqué mi smartphone del 2021 y él me preguntó qué hacía con semejante antigüedad. Yo le dije que quería tomarme una foto para ponerla en Facebook como recuerdo de mi viaje al futuro. Su mirada cambió totalmente. Noté su incomodidad y le pregunté si no le gustaba. Él empezó a contarme que Facebook, o Meta, como se le conoce en su tiempo, prácticamente le arruinó la existencia.
Me dijo que cuando era niño su tío subió algunos vídeos suyos a la dichosa red que se habían vuelto virales. El que más reproducciones tenía era uno en el que él aparecía yendo para el jardín infantil, con su uniforme impecable y sus zapatos limpios, intentando “caminar como un hombre” (aunque a esa edad uno simplemente camina y ya) como le habían enseñado. La cosa fue tal que en TikTok, una red social para adolescentes, fue tendencia durante varios años. No solo eso. Los canales de televisión sacaron notas acerca de ese bebé cachetón que todos amaban. Las revistas de farándula hicieron varios artículos sobre él. Hasta una marca de ropa infantil lo fichó para que fuera imagen de su campaña publicitaria.
Sonaba claramente a que había tenido una infancia bastante diferente, pero supuse que seguramente semejante explotación de la imagen había generado cuantiosas ganancias, y que de seguro su sabia familia la habría sabido administrar con sabiduría para que a futuro Yanfry disfrutara de ellas. Sin embargo, al preguntarle, guardó silencio y se tomó un trago.
Empezó a contarme que de todo eso él no vio un peso, tal vez uno que otro juguete o ropa que le regalaban aquellos que querían utilizarlo como figura publicitaria en su boom. La mayoría del dinero se lo llevaron quienes monetizaron las reproducciones, eso incluye a parte de su familia y a todos los creadores de contenidos que se aprovecharon del momento.
Resultó que prácticamente todo el mundo tenía videos con Yanfry: desde un uniformado que lo persuadía en su inocencia a decir que cuando grande quería ser policía, hasta el señor de la panadería del barrio que puso su foto en el aviso. Su familia, en la gran ignorancia en la que suele estar sumida gran parte de la población colombiana, firmó usos de la imagen de Yanfry sin leer ni exigir nada a cambio. Cuando la situación era incontrolable, ya era demasiado tarde: Yanfry había perdido el derecho más valioso del ser humano, su privacidad.
Me dijo que cuando empezó a crecer ya no era ese niño rechoncho que todos amaban, sino que se adelgazó bastante. En el colegio la situación empezó a empeorar. Las constantes comparaciones con ese infante que ya no era se terminaron convirtiendo en bullying por parte de sus profesores y compañeros. Me dijo Yanfry que lo cambiaron de colegio cuatro veces, hasta se fue a vivir con una tía en otra ciudad. No obstante, escapar de la imagen del lindo niño cachetón era imposible, siempre se repetía la misma historia.
Cuando por fin cumplió la mayoría de edad, uno de los pocos amigos sinceros que pudo hacer le recomendó ejercer sus derechos legales y reclamar aquello que le fue negado. Se contactó con una firma de abogados que le prometió ayudarle a recuperar el dinero que nunca recibió y a borrar todo el contenido de internet. Lo intentaron por varios años, pero Colombia siempre ha tenido grandes vacíos legales en cuestión de la protección de la intimidad y el derecho de autor. Tampoco pudo reclamar nada, pues ya había pasado mucho tiempo entre el hecho y la reclamación. Además, en la gran mayoría de los casos, las grandes empresas tenían autorizaciones firmadas por sus responsables legales cuando era solo un niño.
Todo este malestar hizo que se creara un problema irremediable con su círculo familiar, al que Yanfry nunca pudo perdonar. Se hizo a un lado para intentar tener una vida tranquila. Me dijo que no tenía ningún tipo de red social y que no le interesaba. No se tomaba fotos en nada ni con nadie. Solo le interesaba estar tranquilo. Me contó que estuvo muchos años en terapia. También, que estuvo medicado gran parte del tiempo por los episodios de depresión y ansiedad que le generaba haber perdido completamente su privacidad. Así mismo, que ese niño dócil y tierno al final se había convertido en un ser humano agresivo que solo quería estar en el anonimato, pues parece que nunca pensaron si cuando fuese grande semejante exposición de su infancia sería de su agrado.
Yanfry notó mi tristeza, pero me dijo que me relajara. En la actualidad, está casado y tiene dos hijos. Me mostró una foto de ellos que guarda impresa en el maletín y una de su esposa, quien tiene un collar un dije en forma de corazón. Le dije que ya debía volver, que me gustaría que fuéramos amigos y que a mí siempre me había resultado repulsiva la práctica de utilizar infantes como figuras de internet. Él me recordó que cuando volviera a mi tiempo él solo sería un niño que no entendería absolutamente nada, así que le pregunté qué podía hacer para ayudarle. Me dijo que yo, mejor que nadie, debía saber que no se pueden alterar los eventos del pasado, pero que podía intentar tratar de enviar un mensaje que dijera que vengo del futuro y que definitivamente Yanfry no es feliz.