Muchos conocen a Charles Chaplin, pocos saben de sus arrepentimientos. El versátil artista en 1940 lanzó su película El gran dictador, una parodia genial y profética de Hitler y una caricatura ingenua a la persecución de los judíos en la Alemania Nazi. La historia se cuenta sola: un humilde y silente barbero es confundido —por su innegable parecido físico— con un vociferante y enérgico líder político alemán llamado Hynkel. Chaplin, años después, se arrepentiría de haber hecho la película al conocer la crudeza y atrocidad de los campos de concentración; en él anidaba una verdad que incomodó por el resto de sus vidas a la generación testigo —y de cierto modo cómplice— de la Segunda Guerra Mundial: la tragedia podía haberse evitado, evitando los discursos del odio.
Los discursos del odio —nadie es inmune— no se edifican de un día para otro. Son una construcción del tiempo. Nacen —en apariencia— inofensivos; en forma de chisme, rumor o chiste, lo que conduce a una entretenida reiteración pública que consolida una realidad distorsionada y tóxica que con el paso de los días se hace homicida (tengo pruebas). La mecánica del discurso del odio aterra por su sencillez: un proyecto político, económico o religioso —o todos en uno— que busca beneficiarse de un malestar social (una crisis) aprovecha esa realidad distorsionada (la del chisme, el rumor y el chiste) e identifica a un único y falso culpable: el judío, el homosexual, el negro, el comunista… el venezolano. Un grave genocidio que —aún— no cobra un solo muerto: el genocidio intelectual, en palabras del escritor y sicoanalista norteamericano Christopher Bollas.
La llegada de miles de venezolanos a Colombia —en búsqueda de un porvenir arrebatado por un delirante proyecto político— es innegable; el chisme, el rumor y el chiste, algo predecible: “Los altos precios de la construcción y la vivienda en Bogotá se deben a la llegada del capital de venezolanos ricos” —decimos—, “…equipos de médicos colombianos han sido desterrados por colegas venezolanos que cobran una miseria por sus servicios.” —repetimo—, “…las prostitutas colombianas están indignadas por la llegada de prostitutas venezolanas que distorsionan el mercado del amor práctico en las ciudades fronterizas” —todos reímos—. Y con todo esto ocultamos la verdad verdadera sobre nuestros problemas. Algo grave puede pasar. No exagero, tengo a la historia de mi lado.
La migración desde el país vecino no se detendrá por una simple razón:
ya es cuestión de supervivencia
No obstante, una eventual tragedia puede evitarse. La migración desde el país vecino no se detendrá por una simple razón: ya es cuestión de supervivencia. Y frente a eso tenemos dos alternativas como colombianos: primero, perder la memoria y no recordar que durante décadas —en los años de prosperidad venezolana— millones de colombianos cruzaron la frontera e hicieron sus vidas en el país vecino o, la segunda —y más sensata— saber que como país latinoamericano siempre estamos en riesgo de vivir una realidad similar, pero sobre todo que debemos pensar a nuestros vecinos en términos de solidaridad, empatía y básica humanidad. Yo prefiero esta última; no quiero arrepentimientos. No sobra decir que tal comportamiento encaja perfectamente en nuestra nueva concepción como territorio de paz.
Por supuesto el reto colombiano implica también el compromiso venezolano de respetar las reglas de nuestro país; de comportarse aún mejor de lo que lo hacen en su país de origen —como cualquier visitante que merece ser cobijado— y fijar un diálogo franco y respetuoso sobre sus intenciones y razones, en otras palabras, permitirnos conocer su historia. El colombiano entonces, amparado en su genérica naturaleza bondadosa y conversadora, deberá permitir un diálogo constructivo ante la nueva realidad: el éxodo venezolano en Colombia. El silencio es cómplice, tenemos que hablar.
He repetido una fórmula para aumentar mi comprensión
con los venezolanos que he conocido recientemente: pienso en sus familias
He repetido una fórmula para aumentar mi comprensión con los venezolanos que he conocido recientemente: pienso en sus familias. En los que se quedaron allende. Acepto que muy pocos están aquí por gusto, y me conduelo cuando veo, día a día, que esos que se quedaron en Venezuela sufren atropellos incalculables; que esos que se quedaron se aguantan la pena atravesada en la garganta para no alterar a los que se fueron desperdigados por el mundo. Finalmente invoco ese infalible método cuando se trata de descubrir la humanidad propia a partir del sufrimiento ajeno: no ubico una sola espina —ya tienen suficientes— en sus esperanzas; en la ilusión de volver a su hogar. Comparto sus lágrimas.
En la misma película Chaplin, en uno de los discursos más bellos de la historia del cine, interpretando al barbero judío ahora vestido como führer —en la cima de la confusión— afirma ante una agitada muchedumbre: “Todos nos queremos ayudar…No queremos odiar o despreciar al otro. En este mundo hay lugar para todos… Se puede vivir libre y feliz, pero hemos perdido el camino…pensamos mucho y sentimos muy poco”. La multitud aplaude sin cesar, convencida. ¡Corten!
Mientras escribo estas palabras, el alcalde de Bucaramanga, Rodolfo Hernández, afirma en los periódicos de mayor circulación del país: “Se vinieron los limosneros, prostitutas y desocupados de Venezuela”. Malas noticias sin duda. Los discursos del odio ya empezaron. Era de esperarse, quienes aprovechan con mayor virulencia las tragedias humanas madrugan a empezar la rapiña: los políticos.
@Camilo Fidel