Santa Marta
En Santa Marta, ciudad portuaria de la Costa Caribe colombiana, se encuentran miles de ciudadanos venezolanos. Te los puedes cruzar por las antiguas veredas adoquinadas del centro histórico, como también subiéndose a las “busetas” para hacerse unos manguitos.
En nuestro caso, conocimos a dos “pelados” que vendían sus “bolívares”. Con ellos realizaban artesanías preciosas, como billeteras, por ejemplo. El modo en que lo tejieron, doblando los billetes unas tres veces y pegándolos combinando sus colores, hacía de ese objeto una artesanía muy linda. Me dieron ganas de comprarla, pero me resultaron muy caros. Sin embargo, les compramos unos bolívares por treinta pesos argentinos. Con eso, decía uno de ellos, se comían varias empanadas en la calle.
Una noche, mientras nos encontrábamos en un bar en la llamada “zona rosa” —zona de bares, restaurantes, bares y boliches— irrumpieron en la luminosa y colorida vereda adoquinada, un grupo de bailarines, que en sus remeras que hacían de elemento identificatorio, rezaba “los panas”. Bailaron música del género “urbano”, dando giros por el aire y moviéndose al compás de la velocidad de la música. Cuando finalizaron las secuencias de baile, agradecieron al público por prestarles atención y por ayudarlos.
Otro momento, nos encontró en una buseta, yendo desde el centro —donde nos alojábamos— hacia una playa. En el camino, subió un “peladito” con un parlante inálambrico. Su piel estaba muy quemada, probablemente por el intenso sol que cubre a Santa Marta. Nos contó que subía a cantarnos unos temas “del Héctor”, lo cual me emocionó y alegró el resto del largo y caluroso viaje. Prendió la pista de la canción en su parlante, y comenzó a cantar. Al finalizar, contó que se identificaba mucho con la canción “El Cantante”. Contó también que venía de Venezuela. La letra trata sobre que el cantante, es un humano como cualquiera, que también sufre y también llora. Sin embargo, nadie le pregunta por sus sentimientos.
También en Santa Marta, en otro momento, un señor, en un ámbito de confianza, nos comentó que “no tenía nada en contra de los venezolanos”, pero que desde hacía dos años, momento en que creció exponencialmente la migración, había aumentado la criminalidad en Santa Marta. “Antes era tranquilo”, aseguraba. “Ahora, hay muchos robos”.
Bogotá
En Bogotá, ciudad capital colombiana o “la nevera”, como le llaman en otras provincias, vimos a tres grupos de músicos venezolanos y a muchos hombres y mujeres que subían al TransMilenio a vender caramelos. Estos hombres y mujeres contaban sus historias de vida. En particular, una mujer, comentó que era profesional de la medicina, pero que actualmente no tenía trabajo y decidió cruzar —como muchos y muchas— la frontera. Sus pocos bolívares no valían nada allí, y pedía a cambio, cualquier moneda, “lo que sea”. Esa economía devastada se veía reflejada en su mirada y en las nuestras también. En toda la estadía en la fría Bogotá, subir al TransMilenio significaba —como mínimo— oír a un venezolano/a vendiendo cosas.
Particularmente, un grupo de músicos venezolanos de la costa, nos gustó mucho. Hacían una música de tambores con voces y gritos, que me remitían a la música africana en América, o afroamericana. En un momento de plena jarana y felicidad, llegaron los “tombos”; con la excusa de que los chicos se encontraban cantando al pie de una institución pública y estatal, los hicieron moverse de ahí. Aprovechamos el momento en que frenó la música para ir a tomar un “canelazo” y hablar de la actitud de los policías. Los chicos, silenciosos, dejaron los instrumentos y se movieron hacia un banco, en donde siguieron la música. Esa noche, helada, nos hicieron mover las caderas y calentar un poco el cuerpo.
También en “la nevera”, vimos a una familia tocando música llanera. Cantaron el Lamento Guayqueri, que en su estribillo dice:
Sinceramente en mi pueblo yo no tuve educación
porque desde muy pequeño fui tan solo un pescador
siempre mi mayor anhelo fue poder ser cantador
hacer mis composiciones con cariño y con amor
Una parte de mi vida yo se las relato hoy
provengo desde del oriente y del llano soy cantador
hoy vivo en la capital buscando una solución
para llevar a mi gente un regalo hecho canción.
Los aborígenes “waikeríes” fueron los primeros pobladores en ubicarse en la actual Isla de Margarita y parte del estado Sucre (oriente de Venezuela) de donde era originario Julio Miranda, el autor de este Lamento. La zona “llanera” de Colombia y de Venezuela, es una misma región, que el mito de origen del Estado-nación intentó romper y dividir. Actualmente, desde el punto de vista de la geopolítica, en el marco de la constitución del Estado-nación, se piensan como dos regiones autónomas.
Cada vez que escuchaba a esos músicos recordaba mi paso por Venezuela hacía nueve años atrás. Me llamaba la atención lo grandilocuente de Caracas, las figuras pintadas de Bolívar “en todolado”. La palabra “socialismo” pintada en muchas paredes callejeras. Lo barato que nos parecía todo. Mi papá me contaba que cuando él tenía veinte años, Venezuela era un lugar para irse a vivir, su bonanza económica y su prometedor futuro hacía que muchos se empezaran a exiliar a partir de los años setenta, cuando comenzaban a emergen los “gobiernos represivos” en Argentina.
Ibagué
Un familiar nos había pasado a buscar desde el Aeropuerto El Dorado en Bogotá, para ir hacia el lugar donde residiríamos más de dos semanas. Viaje que duró unas cuatro horas. Una hora antes de arribar en Ibagué, sobre la ruta vimos a muchos hombres con gorras o remeras que llevaban la bandera nacional de Venezuela. En un momento, frenamos a comprar un “vino de palma”. De color claro, parecido al de un vino blanco como lo conocemos en Argentina. Tenía un sabor dulce y frutal, extraído de un tipo de palma. La persona que iba manejando, aprovechó el momento de tranquilidad para observar bien a la gente que circundaba por allí. Minutos después, ya en el auto nuevamente, aseguraba que quienes caminaban por la ruta eran venezolanos que habían cruzado el país caminando, y que seguían caminando rumbo hacia el sur del país. Luego, en diversos momentos de nuestra estadía en Ibagué, veíamos sobre las avenidas principales, mujeres solas, mujeres con hijos/as y en menor medida, con quienes parecían ser sus esposos, con un cartel o bandera de Venezuela, pidiendo algunas monedas.
En Ibagué, ciudad de “tierra caliente”, capital del departamento del Tolima, también vimos a un grupo de música llanera, con arpa, cuatro y maraca. En varias ocasiones los vimos en la misma calle peatonal. El grupo se componía por un chico, quien cantaba y realizaba anuncios de distintos tipos, una mujer tocando el arpa, otro chico con un maraca, y otro chico con un cuatro. Cantaban con caras de disfrute en sus rostros. Me gratificaba caminar por la peatonal y encontrárnoslos en el camino, para demorarnos un poquito más en el camino de vuelta a casa.
Ensayando algunas reflexiones
Me resultaba paradójica la manera en que muchos colombianos con quienes conversamos en nuestros cuarenta días de estadía allí, hablaban de Venezuel, en tanto un país que antaño se conocía por la riqueza petrolera. Fernando Coronil (2002), dice: “La aparición del petróleo como industria creó en Venezuela una especie de cosmogonía. El Estado adquirió rápidamente una matiz providencial”.
Muchos colombianos/as se encontraban en disgusto con la cantidad de migrantes. Incluso, hablaban de ciertas peleas que ocurrían entre quienes vendían caramelos y diversas golosinas en la calle, puesto que, “la gente le tiene más lástima al veneco, y prefiere darle a ellos y no a nosotros”.
En la Colombia actual, se viven problemáticas que, si bien se alejan de la realidad vivida en Venezuela, no tienen mucho que envidiar a lo que ocurre en Venezuela. Es preciso aclarar que son problemáticas con complejidades diferentes pero que ninguna puede negarse. Sin embargo, cierto “imaginario” que se vislumbraba sobre dicho país, en la radio que escuchábamos cada mañana durante más de dos semanas, recreaban imágenes y discursos que contrapolaban a ambos países. En Colombia, todo parecía marchar perfectamente. Su presidente, se sentía orgulloso de recibir a los millones de venezolanos que no paraban de arribar a su país.
Actualmente, Colombia atraviesa dos problemáticas: una, la de la matanza permanente de líderes campesinos, sobretodo en la región del Valle del Cauca y el Catatumbo (limítrofe con Venezuela, hacia el norte) y la del acuerdo de paz firmado en el año 2016 por el ex presidente Juan Manuel Santos, que se encuentra en una especie de suspenso.
Vivir cotidianamente en Colombia el paso de muchos venezolanos/as por estas tierras y el impacto que producían en los ciudadanos colombianos, me llevaba a pensar en estas memorias de un pasado glorioso, frente a un presente que apesta. Curioso es pensar en su comparación con Colombia, quienes muchos políticos se jactan en llamar “la democracia más larga de América latina”. La histórica confianza colombiana en su “democracia” parecería obviar o más bien, olvidar 50 años de guerra ininterrumpida. En comparación con otros países de la región como por ejemplo Argentina, su economía es comparativamente “estable”. Esto hace confiar en su sistema democrático. Esto puede verse reflejado en la página web de “Marca Colombia” una entidad gubernamental con financiamiento del sector privado, en donde afirman que “Colombia es el único país latinoamericano que cuenta con un legado electoral ininterrumpido desde 1830, año en que se dio la división de la República de la Gran Colombia”. Ademas, aseguran que “es una de esas afirmaciones que más de un colombiano ha oído decir en algún momento de su vida, así como varios extranjeros”.
Sin embargo, cada vez “la democracia más larga de América Latina” está ingresando en terreno crítico. Piedad Córdoba publicó un artículo en esta revista en donde analiza tres aspectos que han afectado el ejercicio democrático en nuestro continente: la violencia estructural, la manipulación mediática, los intereses transnacionales. En este sentido, el ejercicio de la democracia, para la activista, se ha convertido en un espejismo detrás del cual se esconden intereses que van en contra de cualquier principio democrático.
Mientras íbamos en la buseta hacia la playa llamada “el rodadero”, una de las más conocidas de Santa Marta, nos sentamos al lado de un señor (alto, flaco y moreno) que llevaba una especie de uniforme. Nos preguntó de dónde éramos y hacia dónde íbamos. Entre charlas, terminamos hablando de los venezolanos. El señor recalcó que para él eran sus “hermanos”; que se sentía orgulloso de que “hijos de Chávez” pisaran tierra colombiana. Recordó que en su momento, Venezuela había sido el país que “nos había recibido antaño”. (Por momentos, no le entendía lo que el señor decía, por lo que tenía que prestarle muchísima atención). Luego, este señor nos acompañó a la playa —era guía turístico— y nos prometió un viaje en “su lancha”. En realidad, los guías las alquilaban y las realquilaban a los turistas. Nos cobró mucho más barato de lo que sabíamos que costaba. Volviendo a hablar acerca de los migrantes, él pensaba que “había que ayudarlos en el mal momento que estaban pasando”. El relato de este señor nos reconfortó bastante llegando hacia el final de nuestro viaje. Pensábamos en todas las personas que habíamos oído rechazar este fenómeno migratorio, recordando que muchos se olvidaban de la gran migración de colombianos hacia Venezuela que había ocurrido en años anteriores. Este señor nos decía que casi la misma cantidad de venezolanos que ahora estaban en tierra colombiana, eran los que habían estado en Venezuela.
En la segunda mitad del siglo XX, debido al llamado “boom petrolero” y al conflicto armado interno o la también llamada “guerra irregular interna” (Sabogal, 2012: 8) en Colombia, fue que se intensificó el número de migrantes colombianos hacia Venezuela.
Sabogal (2012), investigador colombiano que actualmente reside en Argentina, analiza cómo la guerra irregular ha afectado fuertemente la configuración de las familias, con los reclutamientos y desplazamientos forzados. Junto a la inspiración de otros autores, la entiende como un tipo de guerra que transita Colombia en la contemporaneidad, producto de la “inmersión profunda del Estado en el modelo neoliberal”. En este proyecto, en el que se incluye el actual presidente, discípulo de Álvaro Uribe, quien fue presidente en los períodos 2002-2006 y 2006-2010, se promulgó la ampliación de la inversión estatal alrededor de lo que se concibe como guerra contra el “narcoterrorismo”. “Aumento del gasto militar, la compra de armas y aeronaves, las aspersiones con glifosato sobre los cultivos de coca, las propuestas de conformación de redes de informantes (que contribuyan al control de la delincuencia organizada y los grupos al margen de la ley), y otro sin número de estrategias relacionadas, que se articularon a lo que se denominó el Plan Colombia” (Sabogal, 2012: 8).
Una de las reflexiones que despertó esta experiencia vivida en enero de 2019 es que muchos colombianos y colombianas con quienes conversábamos obviaban en sus conversaciones aquel fenómeno migratorio de colombianos hacia Venezuela. Quizás, dejar de pensar en contraponer ambos países en cuestión nos ayude a pensar no ya en las rupturas, sino en las continuidades entre la actual Venezuela y la actual Colombia.