Los gritos de Libia Escobar no alertaron a las enfermeras del cuarto piso. Llamó insistente con la voz raída de quien no soporta más el dolor. Pidió ayuda con todas palabras conocidas y también ensayó aullidos y plegarias que no llegaron a los oídos de las chicas de blanco. Tampoco a los de Ismael Mosquera que dormía en el sofá de los acompañantes. Después de cuarenta minutos de alternar ruegos con insultos, cuando se sintió incapaz de pujar, golpeó las paredes de la habitación 16. A los largueros de la cama metálica les dio con las palmas de las manos y con los talones blancos, fríos y endurecidos. Pero ni Ismael despertó ni los médicos ni sus auxiliares respondieron.
A las tres y media de la mañana aceptó que su hija nacería por su propia necesidad de dejar la estrechez y la oscuridad del vientre para sobrevivir. Lisbeth Mosquera Escobar, sentenció Libia, nacería al natural, sin más. Es decir, con menos: lejos del agua oscura del río Atrato; sin las manos calientes de la bisabuela capaz de suavizar el descenso; sin el olor de las plantas aromáticas que tranquilizan; sin los arrullos que entonan las tías; sin la complicidad de los primos que esperan el primer llanto para estallar en algarabía. Derrotada por el dolor, abatida por la soledad y amedrentada por la noche, dejó caer la cabeza en la almohada, regresó las piernas a la cama, levantó las rodillas y dejó que la niña hiciera lo suyo.
Como si viniera de un largo viaje desde el centro de la tierra, Lisbeth buscó camino convertida en un tallo pleno de savia a punto de florecer. La carne prieta de Libia cedió y ella, vencida por el letargo, siguió los movimientos lentos, rítmicos y crujientes de sus huesos que se abrían para dejar pasar a la que luchaba por seguir viva. El primero en expandirse fue el sacro. A este le siguieron el coxis y los iliacos. Y cuando Libia estaba ya sin fuerzas, la niña rompió las filas cerradas del pubis y el periné. A cada movimiento de Lisbeth sobrevenía sobre Libia el dolor de los músculos contraídos: espada que atraviesa el vientre, daga que troza la carne, florete afilado que parte el cuerpo de la que da a luz.
Un lamento largo, casi agónico, sobresaltó a Ismael que encendió la luz de la 416. Libia se descubrió el cuerpo y el hombre vio la cabecita como si fuera el tronco de un árbol rompiendo la piel de la tierra. Entonces fue él quien llamó y con su grito de hombre rudo se encendieron las alarmas, se agitaron las de blanco y se enguantaron los doctores. La camilla, con Lisbeth y Libia todavía unidas por el cordón, se perdió por el pasillo brillante, blanco y frío.
El sol apenas tibio de la tarde del domingo 2 marzo de 2014, asistió a Libia mientras vestía por primera vez a su hija. Gastó minutos recogiendo las mangas de la camisa, asegurando el gorro en el contorno de la cabeza y probándole pañales de diferentes tallas. Cuando vio que los escarpines le subían hasta las rodillas no pudo contener las carcajadas. Su diminuta Lisbeth, que no alcanzó 1200 gramos de peso, hizo temblar la tierra una madrugada de domingo. Para que la madre riera a sus anchas, la abuela Presides se convirtió en cuna. Miró a su nieta, le habló bajito, y llevó el índice a la palma de esa manito blanca. Los dedos de Lisbeth se aferraron a la abuela como si la extrañara desde tiempos remotos, como si hubiera regresado para recordarle que los frágiles pueden vencer a los fuertes, si quieren.