Levanté la mirada, sentado en una silla, y observé un dibujo abstracto plasmado sobre la nada blanquecina del tablero. Entonces pensé: ¿en qué se asemeja una raya fluctuante a una mariposa?
Si te lo imaginas, puede que no encuentres ningún tipo de similitud, como lo pensé yo al principio. Pero puede que estemos equivocados. Si trascendemos y vamos más allá de la simple visión humana, que, déjame decirte, la desaprovechamos torpemente, podemos encontrar una característica peculiar: tienen un principio y un fin, y, en medio de ese trasegar cotidiano, las dos forman y construyen. Es más, déjame decirte que tú compartes el mismo destino. Y no, no se necesita estar loco o desocupado para poder comprenderlo.
Al ver una raya, por más simple que parezca, encontraremos similitudes con imágenes y objetos conocidos, nos transmitirán recuerdos; la mariposa construye un universo a partir de la finalidad en su lapso de vida, que será de mucha ayuda para entornos más grandes donde habitan otros seres, como nosotros. Así también nos sucede, a ti y a mí. Cantidad de información llega cotidianamente a revolcar nuestra mente, generando cambios en nosotros, que posteriormente serán exaltados por nuestros actos: formamos y reconstruimos. Además, posiblemente influenciaremos a esas personas que encuentran concordancia con nuestros pensamientos, Carl Hovland nos lo dice con su teoría de los cambios de actitud. Pero aquí surge un inconveniente: muchas veces, con cientos de palabras rebozando de nuestra boca y miles de movimientos atascados en nuestras articulaciones, decidimos reprimirlos con amargura: establecemos la autocensura. ¿Por qué nos cegamos en la realización de una actividad? Lo más seguro es por el miedo a defraudar a los demás. Pero, ¿qué significa defraudar? Y no te pregunto por su literalidad.
Mientras me dirigía al municipio de Chigorodó en el transporte público, una joven se sentó a mi lado, traía consigo a una pequeña en sus brazos. Una simple mirada anunció el inicio de una conversación. Después de sentirnos más afín, y preguntarnos cosas más personales, un comentario banal se desprendió de su boca: “Mi vida ya está perdida”, expresó. Inmediatamente la reproché y ella contrarrestó: “Defraudé a mis padres cuando quedé embarazada y ahora tengo que cuidar a esta niña”. Quería decirle muchas cosas, pero temía que la hiciera sentir mal, así que me quedé callado. A diferencia de lo que creía, la conversación aún no había terminado. “¿Ya no va a decir nada?”, replicó. De inmediato reaccioné: ¡en qué estaba pensando al quedarme callado! Comprendí que aquella joven no solo buscaba comprensión, también quería respuestas a preguntas que la asustaban. Algo aún más importante sucedió cuando le dije que su vida aún continuaba, que las posibilidades para exhumar su intranquilidad eran inmensas, y que, además, sí estaba obligada a no defraudar a una persona: su hija. “Gracias”, respondió esbozando cálida sonrisa. Eso era lo que ella estaba esperando. Estaba sorprendido, me cuestionaba con inquietud. ¿Por qué simplemente no le había dicho eso desde el principio?, evitando verme como un estúpido al estar en silencio.
Es interesante saber que pequeños actos pueden desencadenar sucesos transformadores, que sirven de manera motivacional y de emprendimiento radical para los sujetos. ¿Cuántas vidas, no hablando de lo efímero, podríamos salvar, no hablando desde el amparo, si no nos limitáramos a expresar nuestros sentimientos con jovialidad? Claro, dándonos cuenta hasta dónde podemos llegar para no herir a los demás. Necesitamos pensar en qué estamos gastando nuestro tiempo, ahora.