Aprovechando vacíos jurídicos y la negligencia de las autoridades distritales y nacionales, ese bello patrimonio paisajístico se ha ido perdiendo y nadie ha hecho nada para impedirlo. Hace más de dos décadas parte de esa ladera era una cantera, pero si el degradado terreno se regeneró para luego volver a ser depredado, la ciudad no ganó nada. Más bien perdió mucho para beneficio de unos pocos.
Vecinos, residentes y población flotante del sector lamentan, en sus propias palabras, lo que está ocurriendo. “No estoy de acuerdo con la forma en que esos edificios se han ido comiendo la montaña. Si fueran construcciones de gente pobre, ya les hubieran tumbado las casas, pero como ahí hay mucha plata de por medio, pueden seguir construyendo y tumbando esa loma”, afirma doña Nubia, de 50 años de edad, y vendedora en el sector desde hace catorce años.
A la falta de autoregulación de los constructores (erigiendo edificios tan arriba de la montaña contra todo sentido común), doña Nubia le encuentra su lógica. “Pues ellos están haciendo su buena plata, pero como luego se van del país, los que quedamos acá somos los que vamos a pagar las consecuencias de eso”, lamenta.
“Como todo lo que pasa en este país, el pez grande se come al pequeño, así seguirán quién sabe hasta cuándo”, añade.
De las personas entrevistadas en la zona, la gran mayoría se mostró en abierto desacuerdo, pero eso obviamente a los constructores y a las propias autoridades tampoco les ha importado.
Para la muestra, otro botón. Fernando, de 40 años, trabaja desde hace seis años en el sector, justo enfrente de Cerros de los Alpes. “No estoy de acuerdo con esos edificios, bajo ningún concepto. Están quitando la vista del paisaje y robándose la montaña, básicamente”, dice.
Tiene claro que a los desarrolladores no les preocupa lo que piense el resto de la ciudadanía en cuanto a la vista paisajística que ha ido perdiendo. “Las leyes aquí son permisivas y ellos se basan en eso para hacer esas construcciones. Lo importante para ellos son los 2.000 millones de pesos que vale un apartamento de esos, más nada”, critica.
Algo similar piensa Diana, de 33 años, y trabajadora en el sector desde hace dos. “Los desarrolladores buscan beneficiarse ellos mismos y no piensan en los demás. Están acabando con lo poquito de natural y ecológico que tenemos en Bogotá”.
Sobre los vacíos jurídicos y la negligencia de las autoridades distritales y nacionales, que raya en el tráfico de influencias, Fernando es contundente: “Eso no es negligencia, es corrupción”.
Mario, un joven de 20 años, tiene su propia explicación sobre esta negligencia de las autoridades: “Supongo que también deben vivir en esos edificios, por eso no opinan mucho”.
El joven reconoce que es apenas natural que una ciudad se expanda, pero lamenta que sea a costa de talar árboles y montaña. “Desde la ventana de mi casa prefiero ver árboles que edificios”, dice, en un juicio que parece apenas de sentido común para cualquier ciudadano sensato.
Los constructores y las autoridades olvidan que los Cerros Orientales de Bogotá son el principal patrimonio paisajístico y ambiental de la ciudad. No por nada en cualquier publicidad pensada para visitantes extranjeros casi siempre aparece el Cerro de Monserrate como síntesis de esos cerros. Además, pocas ciudades en el mundo tienen un patrimonio así: guardadas las proporciones, se cuentan con los dedos de la mano ciudades como Caracas, Río de Janeiro, Ciudad del Cabo o Hong Kong.
Doña Alcira, de 45 años, lamenta no solo la depredación de la montaña en Usaquén, sino la forma en que estamos hipotecando el planeta a futuro: “La naturaleza se está acabando y asimismo estamos acabando con el planeta. Ya nuestros hijos cuando estén grandes no van a tener dónde vivir y para conseguir otro planeta igual está como muy difícil, increíble de creer”.
“Todo eso es plata y donde hay plata todo mundo se salta las normas. A ellos no les importa talar toda esa montaña si tienen el bolsillo lleno. Ese es el problema. Piensan en ellos y los demás no les importan”, añade.
Con las autoridades, doña Alcira también se siente muy decepcionada. “Ellos no miran el bien común y nada de eso. La ley como siempre es nomás para los de ruana”.
El artículo 58 de la Constitución colombiana subraya que la propiedad es una función social a la que le es inherente la función ecológica, pero en un laberinto de acciones jurídicas, matrículas inmobiliarias, licencias de construcción y resoluciones administrativas tanto constructores como curadores y autoridades han perdido de vista lo que la Constitución y el más básico sentido común dictan: la importancia de cuidar y preservar la naturaleza.