Ahora resulta que es pecado gritarle al otro lo que uno piensa, agarrarse la camisa gritando un gol, atrabancarse de carne en un asado, responder al más primario instinto animal. Hacemos fila ante un instructor de yoga que nos enseña lo que alguna vez Berkeley intuyó: que esa piedra en la esquina no importa porque solo existe en tu mente. Entonces nos dejamos crecer la barba y escuchamos todas esas letanías que proponen la felicidad, olvidando que este sentimiento es propio de los enajenados. Y desempolvamos los libros de Lobsang Rampa, la serpiente kundalini abriendo el tercer ojo, y nos creemos mejores personas porque en vez de dar un puño damos un abrazo y le decimos muy educadamente a nuestro hijo que no está bien que haya sacado al pajarito de su jaula para descabezarlo porque él también es una criatura de Dios.
Qué convencidos estamos que somos mejores personas porque andamos en bicicleta y le damos lecciones de moral al pobre infeliz que trató de robarle la cartera a mamá. Nos metemos en grupos de autoayuda solo para que un gurú apague el fuego fatuo que nos conduce no solo a matar sino a crear y a sorprenderse.
Hoy está mal visto entre los jóvenes llorar, entre profundos plones, porque el sol al ocultarse ha dejado una estela rosa que ni la entrada de la noche puede borrar. Está mal visto sentarse en una cantina, tomarse tres tragos de aguardiente, caminar zigzagueante hasta la rocola, apretar el botón que nos lleva hasta Felipe Pirela, llorar hasta el ahogo mientras se canta la canción, dar un par de billetes al dueño del aparato para que nos entregue el acetato y romperlo contra el suelo para que ningún hijo de puta vuelva a escuchar esa canción. Si entre la gente que está esa noche en la cantina está una hípster consecuente con su credo de seguro gritará a los cuatro vientos “Policia! Policia! Por acá anda un intolerante que hasta taurino será”. Las emociones han quedado suprimidas, en su lugar se han puesto seudovalores creados a partir de las creencias orientaloides que nuestros viajados y cultísimos jóvenes han traído a este tierrero.
Una de ellas es la tolerancia. Qué envidia me dan todos esos muchachitos que saltan sobre un valle de gardenias orgullosos de tener un corazón tan grande, un alma tan pura que les permita aceptar al otro con sus defectos, sus tristezas y, sobre todo, con su estupidez. Es por eso que he decidido crear varios Auschwitz y Treblinkas en mi Facebook en donde voy echando a los profetas de la guerra, a los veganos radicales, a las niñas de falda corta y tacón alto, a los que se creen muy especiales solo porque le han gritado al mundo que son gais, a los racistas solapados, a los uribistas consumados, a los chavistas trasnochados, a los mamertos que se atreven a celebrar cada atentado de las Farc, a los que nos cuentan que han desayunado hoy, a los que viven entusados, a los que aconsejan a la humanidad, a los resentidos, a los animalistas, a los que se les pegan virus de tanto ver porno y, como si fuera un Hitler obeso y hambriento, los voy eliminando y bloqueándolos mandándolos al infierno facebookiano.
Teniendo en cuenta que todos los días morimos un poco, no nos vendría mal un poco de amargura. Yo no digo que vendrán momentos felices y que hay que aceptarlos como vengan, igual uno es susceptible de enamorarse en un Transmilenio o hasta en el pasillo gris de una oficina, pero tratar de engañarse creyendo que uno puede amar a toda la humanidad teniendo en cuenta la cantidad de cabrones que abarrotan las calles de esta ciudad es una ingenuidad que yo, a esta altura del partido, no me pienso dar.
Por eso creo que de vez en cuando viene bien odiar un poco.