El momento en que Mario Vargas Llosa le propinó el puñetazo histórico a su amigo y colega Gabriel García Márquez fue el 12 de febrero de 1976, durante la exhibición privada de la película Sobrevivientes de los Andes, en el Palacio de Bellas Artes de México.
Antes de la exhibición, García Márquez, que entonces tenía 49 años, se acercó a su amigo para darle un abrazo, y Vargas Llosa, nueve años más joven, le increpó mientras le soltaba un derechazo seco y contundente: «¡Cómo te atreves a abrazarme después de lo que le hiciste a Patricia en Barcelona!».
El novelista colombiano cayó al suelo con el rostro ensangrentado (el puñetazo, como muestran las fotos recientemente publicadas, se alojó entre el ojo izquierdo y la nariz), sin emitir ni un quejido, ni una palabra en público. Entonces la escritora mexicana Elena Poniatowska fue a buscar un filete y se lo puso en el rostro al colombiano, tratamiento que durante la noche le siguió aplicando Mercedes Barcha a su marido en su casa del barrio de Pedregal. Y el remedio fue un paliativo tan eficaz, que a los dos días García Márquez apareció sonriente en el estudio de su amigo Rodrigo Moya para que le tomara unas fotos que dieran testimonio de la agresión. Treinta y un años después se acaban de publicar en el diario La Jornada, de México.
Fue un final de novela imprevisible en la amistad de dos grandes novelistas de América Latina. Pero nada podía presagiar semejante desenlace cuando se conocieron la noche del 1 de agosto de 1967 en el aeropuerto de Maiquetía de Caracas. Para entonces, hacía tiempo que venían cultivando una amistad epistolar entre México, París y Londres. Se habían leído y sin duda se admiraban.
Vargas Llosa llegaba de Londres para ser coronado con el Premio Rómulo Gallegos por su reciente novela La casa verde, y García Márquez llegaba de México para participar en el XIII Congreso Internacional de Literatura Iberoamericana. Pero su objetivo primordial era conocer a su amigo y acompañarle en la concesión de dicho premio. Desde el primer momento se hicieron inseparables: conversaron sobre todo lo habido y por haber, participaron juntos en las sesiones del congreso de escritores, hicieron declaraciones juntos y bromearon con los periodistas. Y durante esos primeros 15 días de agosto siguieron estando juntos en Caracas, Mérida y Bogotá. El 15 de este mes se despidieron en la capital de Colombia, pero sólo hasta principios de septiembre, cuando volvieron a encontrarse en Lima, donde participaron en un memorable diálogo en la Universidad de Ingeniería de Lima y García Márquez hizo de padrino en el bautizo del segundo hijo de los Vargas Llosa, a quien pusieron de nombre Gabriel Rodrigo Gonzalo.
García Márquez se instaló en Barcelona a finales de ese año, donde vivió siete años y escribió El otoño del patriarca y los cuentos de La cándida Eréndira. Vargas Llosa continuaba en Londres, donde daba clases en una universidad, hasta que Carmen Balcells le dijo que no perdiera tiempo en la Universidad, que ella se encargaba de asegurarle una mensualidad básica para que se sentara sólo a escribir sus novelas. Entonces Vargas Llosa dejó Londres y se radicó en Barcelona, a una cuadra de la casa de García Márquez, en el barrio Sarriá. Su amistad se estrechó hasta tal punto que compartieron libros, ideas, amigos... Fue entonces cuando el peruano, deslumbrado por la lectura de Cien años de soledad, que aún considera una de las grandes novelas del género, dedicó dos años de estudio a la obra de su colega y amigo. Por su parte, el colombiano no ahorraba elogios cuando se refería a su amigo.
Hay tejida toda una maraña de conjeturas sobre el origen del desencuentro de estos dos grandes púgiles de la novela latinoamericana. Cualquier versión que se dé carece de veracidad definitiva. El mismo Vargas Llosa comentó que la verdad nunca se sabría del todo porque ni él ni García Márquez iban a hablar de eso.
Hay quienes pretenden que los celos profesionales del peruano empezaron a hacer mella en su amistad, pero esto queda desmentido de antemano por su monumental Historia de un deicidio, que sigue siendo el mejor estudio analítico de la obra garciamarquiana.
Otros sostienen que fueron las divergencias ideológicas, que llevaron al peruano a abjurar de la izquierda latinoamericana y del castrismo, lo que empezó a erosionar su relación. Pero aunque pudo haber sido un elemento coadyuvante, no explica por sí solo el cruento puñetazo.
Todo parece indicar que el distanciamiento definitivo se debió a un problema, real o inventado, de faldas y de celos. Pero aquí entramos en un terreno de arenas movedizas, donde no estamos seguros de dar ningún paso en firme.
La leyenda o una de las leyendas dice que, tras dejar Barcelona y regresar a Perú a mediados de 1974, Vargas Llosa conoció y se enamoró locamente de una mujer que iba en el barco en el que él viajaba con su mujer, Patricia Llosa, y sus hijos. Poco después, el peruano dejó a su familia y se fue a Estocolmo a vivir con la azafata sueca el amor más desaforado de su vida, tanto que se olvidó hasta de la literatura.
Mientras, Patricia regresó con sus hijos a Barcelona, y los García Márquez se convirtieron en su pañuelo de lágrimas. En algún momento, mientras departían solos en la cafetería de algún hotel barcelonés, Patricia le pidió un consejo a García Márquez sobre si creía que debía separase de su marido, después de lo que le había hecho.
Según versiones próximas al colombiano, éste le dijo que si creía que debía hacerlo, pues que se lo planteara claramente a su esposo cuando volviera, pero que no se precipitara. Otras versiones próximas al peruano sostienen que esa noche ocurrió lo peor (o lo mejor), lo que Vargas Llosa habría de considerar como la gran traición de su amigo.
Lo cierto es que, cuando el marido fugado volvió a casa y los esposos se reconciliaron después de una pelea monumental, Patricia se sacó la enorme y vengativa solitaria que había estado incubando en su corazón, echándole en cara a su marido que ella, Patricia Llosa, tampoco había perdido el tiempo, pues había estado «con tu gran amigo Gabo».
Vargas Llosa tomó las palabras de su mujer al pie de la letra, según lo dictaba el contexto, y durante más de un año en que no se vio con García Márquez fue alimentando la solitaria del marido celoso, hasta ese día ingrato del 12 de febrero en México.