En el ojo del huracán, como dicen los periodistas bajo presión, está el marqués Vargas Llosa, porque para no ser menos apareció en la lista de personalidades propietarias de compañías de juguete en Panamá, el bracito de Colombia que en 1902 Teddy Roosevelt arrancó. Por cuenta de esta información, muchos de sus devotos admiradores o “fans” tendrán algunas dudas esta semana viendo que además de escribir con virilidad y claridad e imágenes fogosas, no es ningún novicio en manipulaciones de contabilidad ni paga impuestos en exceso. Es uno de un centenar de dignos ciudadanos del mundo que han explicado con malabares que son propietarios de simulacros de empresas en el bracito arrancado de Colombia, cuyo propósito no es producir ni vender nada sino servir de libro de contabilidad, y no puedo decir más en materia de finanzas porque muchos ceros a las derechas son asuntos fabulosos para mí que soy unos de los inventores de la austeridad; me pasa como al personaje de Augusto Monterroso: “se empeñó en ser culto hasta el extremo de no tener un centavo”. ¿Notan un tonito irreverente? Ojalá no, porque se trata de un anciano, algún respeto han de convocar esas canas frondosas que delatan los genes amerindios hospedados en sus cromosomas como en cualquiera de nosotros. Podría alegar en favor mío que él ha sido irreverente con la mitad de las cosas; muy irreverente sobre todo con la pobre izquierda peruana, o con toda la latinoamericana que para él, tras su “fracaso histórico”, se reduce a un montón de pecueca inservible, agotada como medio de vender libros en los años sesenta.
Los libros que este multíparo literato ha propuesto desde que salió del closet como ideólogo reaccionario se caracterizan por el aura de fatales, inevitables, textos entregados en medio de rayos y relámpagos en el Sinaí para que dejemos de ser lo que dice su hermano Álvaro: eternos idiotas latinoamericanos. La fiesta del chivo en que nos dijo lo que ya sabíamos: que hubo un dictadorcito muy útil a los Estados Unidos llamado Rafael Leónidas Trujillo en los años cincuenta en República Dominicana, apelado El Chivo. El libro salió en la época en que comenzó su primer gobierno de terror un doctorcito llamado doctor Uribe Vélez (Vargas y el doctorcito compartieron recientemente en una fiesta en Madrid muy cotizada). Otro libro que no ha sido verdaderamente un parto es el del pobre irlandés que investigó el horror de la compañía cauchera peruano-británica, Casa Arana, y lo descubrió a la opinión europea; este héroe como Ícaro quemó sus alas por volar demasiado alto y buscar apoyo alemán para hacer de Irlanda un país libre de ingleses; uno de esos libros que debe escribir dormido, consultando las dos biografías existentes sobre su personaje y salpicando aquí y allá sus imágenes fogosos y masculinas y enunciando su eterna cantaleta sobre los talones de Aquiles morales de todos los héroes que en el mundo han sido. ¿Realmente un tema actual? No para quien escribe: sé que un héroe es más imaginación que verdad desde hace unas décadas. El exorcismo del verdadero yo de los héroes, encubierto por las hipérboles de la fama, es un ritual tan repetitivo en Vargas llosa que se ha vuelto una fórmula que repito, reproduce dormido. ¿Por qué masacrar un héroe cada dos años? ¿en cual mundo vives Vargas? Es innecesario: ya nadie cree en héroes que no tengan cuentas en paraísos fiscales como el gran director de cine español Pedro Almodóvar y tú.
Un libro del “cholo” Vargas que me alborotó bastante y que me reportó consuelo e inspiración fue su ensayo sobre Flaubert, La orgía perpetua. Ese texto es un retrato moral del titán normando y un alarde de interpretación literario en que Flaubert cobra vida, comprometido con su insólita variación de la poética de la novela realista europea y sus desvelos por el estilo transparente y profético que logró en Madame Bovary. Ni siquiera la economía de mercado y la apertura comercial rivalizan con la pasión que Madame Bovary produce en ese Vargas Llosa de los años setenta sin paraísos fiscales. En su faceta de crítico literario ha producido mucho, su Historia de un deicidio fue muy importante para la carrera de Gabriel García Márquez. Ha escrito libros sobre Onetti y sobre José María Arguedas, coterráneo suyo envuelto en la leyenda, especie de Rulfo peruano. La casa verde es un libro bipolar, un libro en que investigó nuevas posibilidades de reinventarse como escritor y de derrotar lo que me atrevo a diagnosticar como un bloqueo creativo. Ese libro es barroco, de una masa verbal reverberante y absorbente y nos muestra a un peruano de clase media y mestizo y de cultura limeña (o sea entrenado en la exclusión y en el privilegio de la aristocracia limeña) que intenta una especie de comunión con el Perú de los desgarres y del extractivismo neocolonial (que sigue siendo el mismo porque la economía política no dice mentiras), con la selva que resiste las avanzadas de la ciudad colonial, y la sierra que se despereza con el ruido de un lumpen que en estas páginas se atreve a imitar a Shakespeare. La casa verde es el Vargas Llosa con que me quedo.