Anda en boga el uso político de los valores de Occidente. Hace pocos días, en su visita a Polonia antes de la reunión del G20 en Hamburgo, el presidente Trump afirmaba que la civilización occidental estaba en riesgo y se preguntaba si había la voluntad de defenderla.
Sin embargo, los enemigos de la civilización que Trump se imagina son distintos a los graves riesgos que Merkel o Macron ven como amenaza para la democracia. La primera cita de Trump en el marco del G20 la tuvo con Putin, el diseñador y ejecutor de la agresión a Ucrania por su afinidad con Europa, enemigo mortal de su eventual integración, justamente, a Occidente.
En la ecuación de Trump, del lado de los buenos pesan mucho, en casa, los gringos blancos anglosajones y, fuera, modelos políticos como los encarnados en Putin, el presidente filipino Duterte o el autoritario, nacionalista y antieuropeo gobierno polaco. Del lado de los malos se encuentran los inmigrantes, particularmente los musulmanes y, en menor medida, mexicanos y latinos. Es parecida la fórmula, guardadas las proporciones, a la de la España cristiana en su lucha de siete siglos contra los moros y, de paso, contra los judíos.
En el plano económico, los valores de Trump apuntan al aislamiento de los EE. UU. y a su renuncia al liderazgo mundial en materia de acuerdos de libre comercio. Y, nada más global que el cambio climático, a su negativa a la cooperación internacional para combatirlo. De hecho, en la declaración de Hamburgo, 19 del G20 lamentaron el retiro de EE. UU. del Acuerdo de París.
El lío no es entre la llamada civilización occidental de Trump y sus supuestos enemigos. Es en realidad, al contrario: es la lucha por el respeto a la diversidad cultural, religiosa, étnica, la libertad de la vida íntima, la que puede garantizar que haya democracia para rato. Entre lo abierto y lo cerrado.
Se ha abusado con el discurso de los valores.
En los años de la guerra fría, “valores occidentales” era una expresión que se asociaba, al menos en teoría, con el respeto por la democracia. También se hablaba de “mundo libre”, por oposición al totalitarismo, particularmente al practicado al oriente de la Cortina de Hierro, es decir, al comunismo.
Y, por supuesto, el adalid del mundo libre fueron los Estados Unidos, potencia sin rival en Occidente, reconstructora de Europa occidental al finalizar la segunda guerra mundial. No dejaba de ser absurdo, sin embargo, que, a nombre de la lucha contra el comunismo, se respaldaran sangrientas dictaduras militares en Guatemala, Brasil o Chile entre los cincuenta y los setenta.
En cualquier rincón de “Occidente”, por allá en los años sesenta, se leía la revista Selecciones del Reader’s Digest, verdadero brazo cultural para la diesminación de los valores de Occidente. Además de las flojas secciones de humor (“La risa, remedio infalible”, “Humorismo militar”), de fórmulas para el éxito personal, salud, lenguaje (“Enriquezca su vocabulario”), contenía los artículos de fondo en defensa de tales valores, traducidos en los ataques al comunismo y la defensa de los emprendimientos propios, incluida la guerra de Vietnam o de nefastos líderes (“Marcos en Filipinas, una nueva voz en Asia”, marzo 1967).
En los años 70 y 80 la defensa de los derechos humanos
era considerada un discurso afín al comunismo
en estas latitudes anexas a Occidente
En los años 70 y 80 la defensa de los derechos humanos era considerada un discurso afín al comunismo en estas latitudes anexas a Occidente. Amnistía Internacional, organización de origen inglés, publicaba informes periódicos acerca del lamentable estado del respeto a los DD. HH. en países tan disímiles como Colombia o Cuba. Acá, era estigmatizada por cargarle ladrillo a la subversión. En la isla, por agente del imperialismo.
Hubo, no obstante, una breve luna de miel en el cuento de los valores. Caído el muro de Berlín y la película de 44 años de guerra fría, desacreditadas las dictaduras de derecha e izquierda, desplegada una revolución en las tecnologías de la información y una interdependencia económica, cultural y racial sin precedentes entre individuos, comunidades y naciones, la narrativa predominante de los valores parecía apuntar al respeto por la diversidad, la apertura, los acuerdos comerciales, la lucha concertada contra el cambio climático.
El 11 de septiembre y la profunda crisis económica del 2008, sumados al desempleo ocasionado por la competencia de nuevos rivales resucitaron la xenofobia y la intolerancia en Estados Unidos y Europa, disfrazadas de defensa de los valores occidentales.
La pelea no es de Occidente contra los enemigos que Trump y sus afines en el mundo se imaginan. Es, en realidad, contra la cultura de intolerancia, irrespeto por la democracia y la diversidad que estos bárbaros pretenden imponer. Quién hubiera creído que una líder conservadora como Ángela Merkel se convertiría en la bandera de la libertad y la democracia.