Hoy es martes 14 de junio y estoy sentado ante un escritorio de madera rústica en la sala de una pequeña cabaña de adobe y piedra con la más espectacular vista sobre el cañón del Valle de Tenza.
Pinos y eucaliptos, sembrados unos veinticinco metros más abajo, en la ladera inclinada, se bambolean con el viento. Puedo ver sus copas justo a nivel de mi ventana y a sus pequeñas hojas mecerse en una especie de danza indiferente y monótona.
Una pequeña avispa se desliza por el cristal a mi lado, palpándolo con sus pequeñas antenas, moviéndose curiosa, y entrando y saliendo por el resquicio entre los dos paneles de la ventana. De la casa de un vecino, a un par de kilómetros de distancia, llega el sonido sordo, o más bien tapado, de una radio desafinada y vieja.
Me propongo escribir una brevísima (y no oficial) guía de viaje para la bella región del Valle de Tenza, ubicada primordialmente en el departamento de Boyacá, con el ya usual temor de no ser amenazado o vilipendiado por cualquier cosa que pueda decir y que no guste del todo.
El nuestro es un país demasiado dado a la violencia y la agresión, y ese, quizás, es el problema principal para no poder disfrutar plenamente de su extendida belleza. Por medio del proyecto Luciana Cabañas Boutique (https://lucianacabanasboutique.com/), del cual soy socio, ubicado en Guateque, pretendo no solamente referenciar y describir algunos de los lugares que considero particularmente más bellos para conocer en la región, sino, además, transmitir ciertas sensaciones de la cultura de sus habitantes, sus estilos de vida y sus formas de habitar el paisaje.
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Desde las cumbres del Valle de Tenza he visto montañas inclinadas y tendidas, con extensos campos de color verde esmeralda y vacas rechonchas pastando pacíficamente, como en una especie de Alpes suizos tropicales.
He visto túneles en roca viva con cascadas internas que parecen locaciones de algún libro de ciencia ficción de H.G. Wells. He visto fiordos selváticos alzándose imponentes junto a represas semiabandonadas, de aguas color café, con pequeñas quebradas blancas deslizándose por sus hendiduras, como en el país de los elfos del Señor de los Anillos.
He visto charcos cristalinos del tamaño de una piscina semiolímpica y de un color azul turquesa que parecía haber sido manipulado por un filtro de Instagram. He visto nubes esponjadas y blanquísimas navegando muy bajo, por entre las montañas, como barcos piratas fantasmas o gigantescas criaturas mitológicas.
He aprendido a usar expresiones como: “ole plago”, “úste toro”, “eso no me lo pele”, “laaaargo”, “uy!, la diabla” y “ja, con yo que casi no peso” en mi lenguaje cotidiano. He conocido las diferencias entre una mogolla guayatuna de Guayatá y una de Guateque.
He probado casi toda la variedad de helados que se consiguen en Somondoco. Me he enterado de que en Garagoa también hacen queso de hoja, tal como el que pensé que se conseguía únicamente en el norte de Boyacá, y que además es el único pueblo de la región que tiene una sala de cine.
Según yo (y quizás unos cuantos más), el Valle de Tenza comienza en la represa del Sisga, una vez uno desvía de la carretera principal entre Tunja y Bogotá, y aparece el aviso que dice Guateque-44 kilómetros.
Si bien esto geográficamente a lo mejor no es cierto, culturalmente tiene sus razones. No sabría decir bien cuáles ahora mismo, pero hay una tienda, justamente en ese desvío, que se llama “El Valletenzano” o “El Somondocano” y esa ya es una marca simbólica lo suficientemente sólida como para poder establecer una frontera.
Además que es solamente hasta ese punto, luego de haber viajado durante una hora o más, que uno se puede detener a descansar del mareo y las vomitadas producto de las curvas de la carretera, y que uno sabe que, como tal, ha salido de la región, cuando el viento frío del altiplano le acaricia la cara y el olor a pino le humedece las fosas nasales.
El primer destino destacable con el que uno se encuentra, algunos kilómetros más abajo, es el de las aguas termales. La que más se destaca, tanto por su arquitectura inspirada en la época Tudor, como por sus piscinas y su hermosa rampa de acceso son “Los Volcanes”; lugar bastante concurrido los fines de semana, pero ideal para visitar los días entresemana. Otras termales públicas que aparecen en el mapa, al lado de la carretera, son “Nápoles” y “El Paraíso”.
Algunos kilómetros más adelante se llega a Machetá[1], pueblo en el que una actriz reconocida de telenovelas me dijo que había buenas rutas de escalada en roca (no tengo idea dónde) y donde a veces se para a comprar pan, cuando uno va de salida.
Unos quince minutos más abajo se pasa por un peaje notablemente costoso, que de hecho es el único punto en donde la angosta carretera se amplía un poco, para luego llegar al desvío que lleva al pueblo de Manta (aún en Cundinamarca), a la derecha. Justo en ese desvío se encuentra (¿o se encontraba?) una tienda llamada Puerto Tusa, en la que asaban unas arepas muy buenas a la laja. No sé si aún se consigan, no he vuelto a parar allí.
Las mejoras en la vía y el significativo aumento del tránsito por la zona hacen que uno pase más afanado y con la preocupación de no hacer trancón o de no quedarse en medio de alguno, o de que pase una Libertadores, una Macarena o un camión y se lo lleve por delante.
Pero si alguien está viajando con tiempo, tiene la paciencia y se encuentra con el sitio abierto, definitivamente vale la pena parar a preguntar por las arepas.
El siguiente punto de referencia, unos diez kilómetros más adelante, es el salitre de Tibiritá (en la región el nombre se suele pronunciar Tibirita, sin la tilde), en donde ya se puede percibir con completa claridad el cambio de clima y de la topografía, y se puede apreciar el característico verde amarillento, veteado de árboles que lucen azules en la distancia, de sus imponentes y empinadas montañas.
Y es justamente allí donde uno se lleva la primera gran sorpresa, pues por algún motivo que para mí siempre ha sido enigmático, la mayoría de los que pasan ni siquiera se fijan en la belleza del cañón que se abre justo allí; es como si decididamente quisieran ignorarlo o les produjera un cierto desdén inexplicable, quizás producto de las curvas del camino, de lo angosto de la carretera que no permite parar en ningún lado, de los buses y camiones que invaden ambos carriles, del hecho que no sea, en lo absoluto, una región turística, o quizás debido a que uno no espera encontrarse con un paisaje así de cercano y agreste, y distante y acogedor, y pretensioso y falto de pretensión, todo al mismo tiempo.
Veinte minutos más adelante se llega al primer pueblo de Boyacá y uno de los dos principales de la región: Guateque (cuyo nombre nada tiene que ver con la acepción de la palabra en España, que significa fiesta, salvo, quizás, que mantiene emparrandado todos los fines de semana y sus niveles de ruido en el parque son verdaderamente estremecedores los sábados en la noche).
Este es un lugar ideal que sirve de base para conocer el Valle de Tenza, pues está ubicado justo en la carretera principal y cuenta con una amplia oferta de autoservicios y supermercados para aprovisionarse, cafés que ofrecen granos cultivados en la región, restaurantes (es absolutamente notable la oferta de hamburguesas artesanales) y alojamientos para todos los gustos y presupuestos.
Allí están ubicadas nuestras cabañas, pero la oferta de alojamiento varía desde hoteles con precios muy asequibles para los presupuestos más ajustados hasta casas rurales y glamping con hermosas vistas de las montañas, sauna y jacuzzi.
Guateque, además, ofrece varios caminos ideales para hacer senderismo de montaña (algunos de nuestros huéspedes internacionales lo han catalogado como un mountain hiking heaven), ciclomontañismo y cuenta con un festival de pólvora muy destacable a nivel nacional (le deja a uno doliendo el cuello luego de las más de tres horas explotando el cielo y los ojos destellando cuando se cierran los párpados).
Desde Guateque se puede visitar Sutatenza, ubicada a diez minutos en carro, en donde se encuentra un vagón de dos pisos de un tren (ve, ¿cómo habrá llegado hasta allá, en medio de esas lomas?) y un muy bonito monumento de unos campesinos con canastos y costales al hombro, junto a un tractor, de color azul marino, y con un mensaje de inspiración marxista (¿o quizás cristiano?) sobre el cuál vale la pena reflexionar un rato.
Por ese mismo camino se puede llegar a Tenza, el pueblo colonial mejor conservado de la región, y comprar allí algunas artesanías y canastos.
A Somondoco también resulta fácil llegar desde Guateque. Se sigue por la vía principal, que de hecho conecta a la región con el Casanare, y se desvía unos 15 kilómetros más abajo. Aquel pintoresco pueblo que desde Guateque se ve clavado en la montaña, como una especie de pesebre, es reconocido por sus restaurantes con criaderos de peces que ofrecen mojarra frita o asada, por sus chicharrones de cuajada, sus pasteles de arracacha (que a pesar del nombre realmente son buenos, muy buenos), la mantecada, los helados de chamba, los conservos y el masato de arroz y de maíz.
Mi actividad recomendada allí, sin duda, es subir a la cumbre de su cerro, también llamado Cristo Rey (yo sugiero ir en una 4x4 o una buena moto) y contemplar desde allí el imponente Valle (que técnicamente es una hoya), con sus más de siete o nueve o algo más de pueblitos clavados en las montañas, las nubes altas paseándose por el cielo azul zafiro y los haces de luz atravesándolas e iluminando el paisaje entero como en una especie de teatro gigantesco y universal; una sinécdoque.
Vale la pena también apreciar los frescos y las pinturas que se encuentran en el santuario de la cumbre, realizadas por un artista local.
Si uno no desvía hacia Somondoco, sino que sigue por la carretera principal, llega a un punto conocido como Las Juntas, en donde se encuentra con el primer túnel de los más de quince que hay en la región y el primer puente que pasa por encima de un río (creo que se llama el Garagoa[2]) que se empieza a anchar. De allí es notable cómo crecen cierto tipo de flores silvestres en el limo del río durante la época seca.
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Unos cuantos metros más adelante, en un segundo puente que conecta con la margen derecha del río y con la carretera que lleva al pueblo de Almeida, se puede hacer una parada para tomar algunas buenas fotos de la roca viva del risco que contrasta con el cuerpo de agua.
De allí en adelante, y siguiendo por la carretera principal, uno se empieza a encontrar con los múltiples túneles de la zona, construidos, según se cuenta, en la década de los setenta por unos italianos muy expertos (de hecho no recuerdo haber escuchado de derrumbes o accidentes en más de treinta años en su interior, y esta, efectivamente, es la carretera más confiable para llegar al llano, mucho más que las de Sogamoso o Villavicencio), mientras que en el margen derecho se puede ver cómo se va anchando cada vez más el río hasta convertirse en una bonita represa.
Esa parte ya corresponde al municipio de Macanal (ubicado a una media hora de Guateque), cuyas actividades principales son darse un pintoresco paseo en lancha (desde donde se pueden apreciar mejor los previamente mencionados fiordos tropicales) y hacer algo de kite surfing, si a uno le gustan los planes de los gringos.
Una vez en la zona del terraplén vale la pena desviar a la derecha hasta la Cascada (también llamada la Setenta) y darse un chapuzón, o tomar una foto, o sencillamente mirar para lo alto y no hacer nada y no pensar en nada, en medio de ese rincón de selva, contemplando la imponente caída de agua.
Para llegar allí se pasa por el más pintoresco túnel en roca viva que casi siempre tiene cascadas internas y bien serviría para una locación de película de algún viaje al centro de la tierra.
Finalmente, en Santa María se pueden visitar los charcos de aguas color turquesa, el más conocido es el llamado “La Calavera”.
Desde Santa María también se puede llegar a San Luis de Gaceno, pueblo que hace parte de la región pero que ya está ubicado en el piedemonte llanero, y visitar unos cuantos pozos más (aunque éstos de aguas de un color parecido al verde esmeralda, o mejor, verde selva) y hacer algunas caminatas por la vegetación de la zona.
Sin embargo, no conozco personalmente ninguno de estos lugares y habría que averiguar.
Ya, eso, creo, era todo. Por lo cual había advertido que iba a ser una guía de viaje escandalosamente breve.
Quedaría por referenciar algo más del pueblo de Guayatá, del cual destacaría principalmente sus exquisitas mogollas. Y de Garagoa, en donde hay un parque natural muy lindo conocido como el Cerro de Mama Pacha, una ceiba hermosa y gigantesca en el parque principal y una catedral alta y de un estilo arquitectónico muy notable: neogotico valletenzano, lo bautizaría yo. También sé que la gente de la región suele ir allí a comprar ropa, a sus discotecas y algo más… el queso de hoja creo.
***
Ahora tengo treinta y tres años y cada vez me agobia más la sensación de estar viviendo en una época en la que ya no importa lo que haga, qué tanto esfuerzo o empeño le ponga a algo, pues al final no va a valer la pena. No se trata tanto de conseguir la aceptación o el reconocimiento de la gente, sino de la sensación de estar existiendo en un lugar y un tiempo tan mediocre y banal que ahoga desde el origen cualquier posibilidad de expresión o de acción sincera y valiosa. Es el sentimiento de estar atrapado y contaminado y contagiado irremediablemente de una idiotez e incapacidad absolutamente omnipresentes y omnipotentes, y no solamente muerto, sino además de parranda. Una parranda horrible, obligada, de muertos vivos, en la que se escucha un único sonsonete monótono y monstruoso, y en la que los cuerpos putrefactos, con erupciones cutáneas, miembros inflados casi a punto de estallar, cicatrices y quemaduras por toda la piel y con los dientes obscenamente blancos al momento de sonreír, ya ni siquiera se logran mover humanamente sino como simples animales enfermos y amputados, como gusanos o babosas recubiertas de algún material metálico. Es atroz porque de algún modo termina uno disfrutándolo también y sintiéndose culpable por el propio disfrute, y culpable por no poderlo disfrutar del todo y entregarse. Ese saber que se está cayendo al abismo de un infierno iluminado y ruidoso ya desde el mismo momento del nacimiento (sin haber podido hacer nada al respecto) y fantasear con la posibilidad de que quizás alguien alguna vez pudo soñar con un cielo.
En lo profundo del Valle de Tenza, a lo mejor, se puede encontrar un antídoto a todo esto, si bien apenas parcial y transitorio: la filosofía de vida de aquellos que llevan viviendo más tiempo allí, los campesinos propietarios de pequeñas parcelas que cultivan y suben y bajan esas agrestes montañas con la misma facilidad con la que otros hacen fila para pedir el café de la mañana en un Juan Valdez o un Tostao. Una filosofía notable que bien se podría definir como una especie de estoicismo campesino o de existencialismo boyacense en el que la vida no se trata tanto de grandes pretensiones o imágenes, ni de formas de expresión particularmente escandalosas o erotizadas, como quizás se puedan encontrar en el imaginario colombiano proveniente del Caribe, Antioquia, el Valle del Cauca o esa película de Disney que hicieron en medio de las palmas de cera, sino que se trata más bien de un hablarle al piso rapidito, cantadito, como para los adentros, del uso de los diminutivos y los pleonasmos tranquilos; de subir la vaca pa’rriba y bajar los bultos de arveja pa’bajo, y aceptar la obviedad y monstruosidad de la vida (a veces, incluso, bella, como aquellas mismas sofocantes y hermosísimas montañas) con humildad y risa. Entiendo que a lo mejor todo esto suena a una horrible exotización y caricatura (hay que releer el párrafo anterior) y sé que en gran medida lo es, pero también estoy convencido de que estas impresiones tienen una gran parte de verdad, que de cualquier manera está en un proceso de degeneración y pérdida.
Hoy es viernes 17 de junio y me encuentro en la misma cabaña de adobe y madera, ante el mismo escritorio rústico, tratando de acabar de escribir esta breve guía de viaje y oyendo en la distancia la radio del vecino. Solamente que esta vez no se escucha una misa o el anuncio de unas exequias, sino un reggaetón de Bad Bunny y luego algunas canciones narcocorridas, y sé que ahora el vecino también fantasea con una Toyota escandalosa y una fiesta de zombies en un yate en Cartagena.
Es irremediable.
Nada nuevo hay bajo el sol y la vida no es más que un correr tras el viento.
Por sus actos y sus paisajes los conoceréis. Valle de Tenza, remanso de paz y alegría.
¡Vengan y conozcan!
[1] Como se podrá apreciar, los nombres de los pueblos del Valle de Tenza destacan por lo lindos, acordes como para nombrar perros o caballos finos, o cráteres de alguna luna de Saturno.
[2] Otro lindo nombre, ¿no?