“Vale”, la llama con cariño su mamá, pero ella en zapatillas de punta se afianza en Valeria, por Valere, su raíz latina, que significa vigorosa y valiente. Y lo constata:
"Cuando estás segura de lo que tienes y haces lo que te gusta, puedes sentirte afortunada: controlas en absoluto tu mente y tu cuerpo. El camino se abre con el respeto y el agradecimiento por lo que eliges para tu vida, actitud positiva, fortaleza y mucha, pero mucha entrega y disciplina".
Pareciera el introito de un curso de yoga y meditación trascendental orientado por un viejo maestro espiritual, pero no. Son las palabras de una jovencita de catorce años que ha llegado a esa madurez de pensamiento a través del culto y el rigor que desde niña profesa por el ballet.
Valeria Franco Echavarría, oriunda de Medellín, acaba de registrar un logro significativo en su corta carrera de bailarina al ocupar en Nueva York el primer lugar en el Gran Premio de la Juventud de América, en la categoría Junior (12 a 14 años), el concurso más importante de esta disciplina dancística en el mundo.
La de la colombiana, una hazaña entre más de doscientas aspirantes, que el jurado calificó en las distintas categorías con un puntaje de 95 sobre 100, pasaporte a mano para llegar en mayo próximo a la gran final, a nivel orbital, que elegirá a las triunfadoras dispuestas a honrar el legado de figuras estelares como la sueca Marie Taglioni (máxima estrella del ballet romántico, primera en debutar con zapatillas de punta), la moscovita Maya Plisetskaya ("el cuerpo que esculpía el aire"), la también rusa, indestronable, Anna Pavlova, y la maestra cubana Alicia Alonso, fallecida a los 98 años en 2019.
Punto alto el de Valeria, cuyos flirteos con el ballet se evidenciaron a los dos años, cuando Natalia Echavarría, su mamá, la llevaba a la Academia Anna Pavlova, en Bogotá, para que la acompañara a sus clases: Natalia también fue bailarina.
Cuenta Echavarría, que desde la primera vez su hija se encariñó con todo lo que oía, veía y respiraba en los ensayos: la música, los hermosos giros en puntas (conocidos con la palabra francesa fouetté), las alzadas, las recogidas, los impresionantes saltos, y la magia y la potencia de los desplazamientos inspirados en el elegante y majestuoso cisne, referente del ballet clásico.
"Más grandecita —agrega su mamá—, llegábamos a la casa y ella corría a ponerse mis tutús y zapatillas para imitar los pasos que veía en la academia, y los acompañábamos con la música de las variantes de obras para ballet con las que yo ensayaba. Entonces, animada por el gusto que en ella despertaba, la inscribí en la escuela de Missi (la recordada María Isabel Murillo), pero allí duró poco porque Vale fue enfática en revelar su amor por el ballet clásico".
"Fue así que la matriculé en la Academia Anna Pavlova. Ya tenía ocho años, y desde el principio los profesores le vieron aptitudes físicas y artísticas, y ella emocionada se compenetró y se comprometió con ese hermoso universo".
Valeria hace gala de una figura espigada, brazos y piernas largas y fibrosas, cuello elegante y flexible de bailarina, un rostro que adoran las cámaras, cejas pobladas y unos ojos negros y profundos que le sacó a su padre, el destacado escritor antioqueño Jorge Franco Ramos, autor de obras de gran impacto llevadas a la gran pantalla como Rosario Tijeras y Paraíso Travel.
En ese periplo de aprendizaje, y después de participar como alumna de la Anna Pavlova en varias justas de ballet en Colombia y en el exterior, la adolescente bailarina se ganó un cupo para estudiar en la prestigiosa Academia Kirov (The Kirov Academy), en Washington, fundada en 1989.
Luego de presentar dos audiciones, una en Washington y otra en Boston, Valeria fue aceptada en la que expertos, bailarines y coreógrafos consideran como el templo sagrado del ballet clásico en América, y uno de los más reconocidos y visitados del mundo.
La afortunada becaria se mudó a Washington, acompañada de sus padres. Con todos los vericuetos derivados de la pandemia, hace un año residen en el apacible sector de George Town, predio de la emblemática catedral. Jorge, el padre, entregado a la escritura de una nueva novela; Natalia, la madre, que a la vez es su manager, atenta a los cuidados y pormenores de la talentosa y dedicada Valeria.
La Academia Kirov (fundada en 1989), en su estructura, es una suerte del Berklee College of Music, pero del ballet. Está dotada de una completa biblioteca de danza, un teatro para 300 espectadores, estudios de ensayo, salas de gimnasia, vestuarios con jacuzzis, y dormitorios, porque allá llegan a consolidar sus anhelos estudiantes de ballet de distintas partes del mundo.
En ese claustro de la expresión dancística en su más alto nivel, donde la mayoría de los maestros son rusos (las grandes escuelas del Mariinsky y del Bolshoi), y de otras nacionalidades, Valeria Franco Echavarría se la pasa allí desde que comienza el día hasta que anochece.
De 7:25 de la mañana, hasta las 8:00 y 9:00 de la noche, en lo que comprende clases académicas, de entrenamiento físico, estiramiento, pilates, ballet, un break que no pasa de veinte minutos para el lunch, y de ahí reanudar a la 1:30 de la tarde con teoría y práctica, sesiones de jazz, danza contemporánea, ensayos de variaciones clásicas.
Deja claro Valeria que de todas las disciplinas dancísticas la del ballet es la más puntual y exigente, por no decir sacrificada. De esos "sacrificios" ella da cuenta de mucho antes, cuando se habituó a disculparse de las invitaciones a fiestas, a la playa, al cine, o ese viaje de vacaciones con el que soñaría cualquier jovencita de su edad. "Sus juguetes, de chiquita, no eran barbies, sino muñecas bailarinas de ballet", asegura su mamá.
Hasta el poco descanso de Valeria tiene que ver con su arte: ver videos y películas de los grandes bailarines y bailarinas de todos los tiempos, oír música clásica, partituras para piano y orquesta del amplio repertorio de variaciones inscritas en el ballet. Leer a los maestros del precioso arte como el virtuoso bailarín y coreógrafo húngaro Rudolf von Laban, autor del método que lleva su nombre, análisis a fondo de la arquitectura del cuerpo en relación con el espacio y el movimiento a partir de la kinesfera, esa burbuja imaginaria que permite a los danzantes moverse simétricamente en el área de su representación.
Y, en lo que corresponde a la mente y el cuerpo, dieta nutritiva y balanceada, una actitud siempre positiva con su entorno, con la vida, con ella misma, gracias al amor y a la protección de sus padres, ya que sin ese respaldo, Valeria notifica, no estaría en el privilegiado camino de cristalizar sus sueños.
Su vida transita por los cuentos de hadas y las páginas dramáticas que narran algunos de los memorables ballets en su historia: La Cenicienta, Giselle, La bella durmiente, El lago de los cisnes, Cascanueces o Paquita, que reúnen las instancias técnicas y estilísticas del ballet en su pureza, que junto a Kitri, el tercer acto de Don Quijote, en su extraordinaria ejecución, le otorgaron el 12 de marzo el primer lugar en la categoría Junior del Gran Premio de la Juventud de América, celebrado en la capital del mundo.
¿Pero acaso no son ya sueños realizados ganar el Golden Dance Cup y debutar en puntas en el codiciado Lincoln Center antes de cumplir los quince años?
Por su puesto: Valeria dice sentirse plena y agradecida, pero son apenas algunas metas concretadas. Por ahora, está concentrada en prepararse para llegar con todos los hierros a la gran final de mayo en Estados Unidos, y así abrigar la beca anhelada en la Escuela Mariinsky de Rusia, que en los albores del siglo pasado vio volar al cisne inmortal del ballet: Anna Pavlova, su alter ego. Y, por qué no, hacerse a un cupo en el flamante cuerpo del Royal Ballet de Londres, del que con tenacidad e innumerables esfuerzos hoy hace parte el genio bonaverense de la danza Fernando Montaño.
Valeria es consciente del reto —que es enorme, pero no imposible—, que el tiempo de una bailarina de ballet es corto y vertiginoso, y que su tren, a todo vapor, está en plena marcha.