El museo tiene 220 años, pero su edificio es del siglo X. Lo empezaron los primeros reyes franceses y, en la época de Napoleón, arrancó su esplendor máximo. El usurpador decidió saquear a las cortes europeas que invadió toso su arte y lo llevó a Francia. Fue la revolución de 1789 la que decidió convertir este edificio, domicilio de reyes, en un museo abierto al público.
El edificio, como si fuera un ser vivo, no ha parado de crecer. Napoleón, en su gigantismo, ayudó a convertirla en la mole de 12 kilómetros cuadrados que hoy hemos decidido visitar.
Llegamos a las 9 de la mañana de una helada madrugada de diciembre. Compramos desde Colombia las entradas. Nos evitamos las tediosas filas que hacen turistas que no tienen de amigo a Andrés Hernández Godoy, quien fue el que me convenció de comprar las entradas antes. Fue en 1989, durante el gobierno de Francois Miterrand, que de habilitó la entrada de pirámide por la que hoy ingresamos. Antes era el propio desorden, se podía entrar por el ala Richeliu o por el Denon que es por donde corremos para llegar de primero a tomarse la foto con la Mona Lisa, o La Gioconda.
Este, que posiblemente sea un autorretrato del provocador Leonardo da Vinci, es la joya de la corona del museo. Todos van a ver a esta, la primera estrella pop de la historia. Nadie determina a las bodas de Canaán, su vecina es la sala 711. La fila se hace por ella y la verdad es que vale la pena cruzar el Atlántico solo para contemplarla durante los segundos que los viajantes lo permiten. Todos quieren su foto con la dama
No importa que en este lugar habiten la Venus de Milo, las habitaciones de Napoleón o buena parte de las obras de Rafael, la Mona Lisa sigue siendo la Diosa.