Cuando leo algo en los medios que me genera dolor trato de establecer la conexión entre esa emoción negativa, el contexto y mis propias experiencias con el ánimo de expandir mi conciencia y entender mi malestar. Esto obviamente es un sesgo profesional pero también es un proceso de triangulación cognitiva que me permite mantener un espíritu crítico con el aire de los tiempos.
Pues bien, en estos días el editorial de El Tiempo se titulaba “Un mercado indignante” y trataba el tema de la prostitución en Cartagena. Después de un fuerte y contundente operativo se capturaron varios delincuentes y se rescataron varias mujeres en condición de prostitución. Quedaba en evidencia una red de trata de personas en esa ciudad y el editorial hacía un llamado a la responsabilidad ciudadana para desmantelarlas.
Me pregunté: ¿lo indignante es el mercado o es el objeto /sujeto de la transacción? ¿Si el burdel fuera bonito, que hay muchísimos, de lujo; si el proxeneta no se quedara con el 60 % de los “honorarios”, si el cliente fuera una buena persona, es decir un “decente”, que no la estrujara ni la insultara, si ella pudiera demorarse lo que necesite para prestar un “buen servicio”, no sería ignominioso? ¿El problema son las mafias, la corrupción? ¿El problema es la complicidad de los distintos sectores sociales que se hacen los santurrones pero en algún momento de su vida, quizás por estos mismo días, transan con mujeres “de la vida pública” o con las de sus propias casas, aquellas, las “de la vida privada”, unos besitos, unas chupaditas y otros arrumacos para satisfacer sus necesidades fisiológicas y emocionales?
Cuando leí dicho editorial sentí mucha desazón y lo califiqué de vacuo e inocuo. Quiero explicarme:
¿De dónde proviene la desazón? De la confirmación que a diario tengo de la dificultad tan grande que existe para hablar de la prostitución en un lenguaje directo y sin rodeos. No es hora de callar ha sido una campaña liderada en nuestro país por Jinet Bedoya, una periodista valiente y maravillosa, quién ha liderado una lucha sin descanso contra el abuso sexual contra las mujeres. Sí, no es hora de callar. Pero es necesario extender una invitación adicional: ¿qué es lo que no debemos seguir callando? ¿La prostitución a cielo abierto en Medellín? ¿La explotación sexual a ojos vistos en Cartagena de Indias? ¿Las cifras de mujeres colombianas que nutren los prostíbulos en los países europeos y de cuyas remesas nos sentimos muy felices porque robustecen nuestra economía?
No es ni ha sido la prostitución en Colombia un tema acallado. Por el contrario. Motivo de orgullo por ejemplo en Medellín: hace décadas la ciudad se promociona con catálogos de mujeres para compraventa. En Cartagena basta ponerse las chanclas y caminar por la ciudad amurallada para que salten a la vista mujeres de distintas edades y oscureces ofreciéndose. Y, obvio, las aceras -minúsculas, como ellos, los clientes (clientecitos).
¿Cuál es el contexto? La necesidad, la orfandad, la precariedad, la pobreza. La peor: la subalteridad. Pero sobre todo un mandato milenario espantoso y del que no se habla: las mujeres somos mercancía para distintos fines y lucros. La prostitución es uno de tantos negocios derivados a todo lo largo y ancho del planeta. Cuerpo que “se come”, cuerpo que pare, cuerpo que sirve. Techo, lecho y pan según un poeta. Y de tantas avideces nadie habla. De la necesidad incontinente de los varones es de lo que no es hora de callar.
_______________________________________________________________________________
De la necesidad incontinente de los varones es de lo que no es hora de callar
________________________________________________________________________________
Y entonces escarbo y recuerdo un almuerzo en el Club Campestre en mi ciudad hace muchos años. El grupo conformado por unos amigues del colegio de mi pareja de aquel entonces. Los compañeritos del colegio y sus respectivas esposas. Risa va, risa viene, las anécdotas de siempre, los chistes repetidos con los que se goza de nuevo, como la primera vez. Esa fraternidad que hace del pacto patriarcal una red de microtráfico de mujeres, doméstico y público, según vaya a saberse, su oficio, estatus o condición. Desde la prostitución doméstica hasta la prostitución pública. Todas y todos sabemos muy bien de lo que estamos hablando.
Y de pronto dice uno de los compañeritos, tal vez el más desagradable de todos, el más machito: ¿te acordás peranito, le hablaba a uno de ellos, sentado a mi lado, de la negrita que te comiste en tal pueblo cuando fuimos a tal paseo a la costa? Era una muchachita flaquita. Y jua, jua, ¡¡¡jua!!! Coro de risotadas, de la barra de amigos y de sus esposas. Recuerdo todavía las náuseas. No lo podía creer. Ese rito de iniciación, parte de un pacto de machos, un delito, una ignominia, era un chiste que sostenía la precaria humanidad de ese grupo de personas, llenos de privilegios y desprovistos del menor sentido de la compasión y la conciencia social.
Con esas mismas náuseas fue que desenvolví el editorial, como un regalo envenenado. ¿Por qué me parece vacuo (entendido como insustancial, pueril, nimio, frívolo, trivial, superficial, fútil)? Porque en un periódico de esa circulación, con la capacidad de influencia que tiene, es hora de tomar partido, es hora de hablar de abolicionismo, de derechos humanos o por lo menos de plantear la discusión de fondo. No el mercado. Es el objeto/sujeto transado lo que debe ser discutido. Y de la clientela, de la demanda. De redes, de delincuentes y delitos asociados ya sabemos. Si bien el editorial describe “la realidad” se abstiene de hablar de LA REALIDAD. La de la prostitución, es decir donde anida: en los puteros.
También descalifico este editorial como inocuo (entendido como inofensivo, inocente, inoperante, sin implicaciones, sin presión). ¿De verdad creemos que persiguiendo las redes se va a acabar la prostitución? El día que de verdad empecemos una movilización social en contra de la incontinencia masculina, en contra de esa noción ancestral de que “matas, mujeres y gallinas” existimos para el consumo humano, podremos albergar la esperanza de que nadie vuelva a reírse de una “pilatuna” masculina, aquella bobada de comprar un pedazo de carne humana porque tiene “hambre” de sexo o para reafirmar un lugar de preminencia en la manada. Estoy convencida de que la prostitución es un servicio apenas natural instituido como tálamo público para la dominación masculina. Fue creada y se mantiene para los puteros fundamentalmente. Para su provecho y bienestar sexual, psicológico, económico, social, fraternal. De ellos es de quienes debería hablar un editorial de El Tiempo: “¿Y de los puteros qué?” (Adivinen por qué no se escriben editoriales así).
Lo que no es hora de callar es que las mujeres no somos objetos de nada ni de nadie, ni de adorno, servidumbre, explotación, contrato o transacción alguna. Ponernos precio y tratarnos como a objetos es codicioso y asqueroso. Estamos hablando de derechos humanos. O como dice una abogada a quien admiro mucho @MariaCr15845841: “¿o vamos a replantear los derechos?”.