Todos los que vivimos en un país democrático, donde los gobernantes han sido elegidos por voto ciudadano, esperamos vivir bajo ciertas condiciones de bienestar, donde la soberanía la ejerce el pueblo y, asimismo, fiscaliza a quienes ha elegido.
Uno de los requisitos indispensables para que esa condición de democracia se de realmente radica en la participación equitativa de todos en el desarrollo político, económico y cultural de la nación.
A lo largo de la historia mundial se observan grandes diferencias de apreciación con respecto al significado y a la aplicación del concepto en la sociedad.
En teoría, el sistema de gobierno debe respetar los derechos humanos, la libertad de expresión y, asimismo, ofrecer igualdad de oportunidades y buscar un bienestar general para todos donde se aprecie y se genere respeto, solidaridad, compromiso, participación y un sentimiento general de pertenencia.
Cuando vivimos en una democracia debemos sentirnos libres, pero también protegidos ante cualquier eventualidad que lo requiera, y es deber absoluto del gobierno proteger esos ciudadanos, el bien común, la expectativa de la honradez en el manejo de fondos y contrataciones, el desarrollo agrícola e industrial en todas las regiones, la implementación y regulación de la educación, la salud, y la oportunidad de empleo, la ayuda humanitaria y la asistencia inmediata y la provisión de soluciones en casos de fuerza mayor por desastres naturales pero, especialmente, la protección y el respeto por la vida.
Los fondos del Estado, cuya principal fuente de ingresos se genera por impuestos y se complementa con las ganancias de empresas industriales y comerciales del sector público, amén de las regalías pagadas al estado por empresas petroleras y mineras privadas, deben constituir un bien común y su erogación basada en presupuestos reales, necesarios, y aplicables al bienestar y protección de todos los estamentos de la sociedad y no constituir la tarjeta débito de los gobernantes de turno para fines y propósitos corruptos y de índole personal o política.
En Colombia se observa una democracia teórica que en la práctica se asemeja a sistemas de gobierno tipo república banana (como cuando a fines del siglo XIX éramos la finca de los gringos), donde ingenuamente creemos que somos exitosos y destacados en el ámbito internacional, pero no pasamos de ser otro país tercermundista y corrupto que ya no da más con índices de pobreza que cubren casi la mitad de la población.
Vivimos en un paraíso ecológico que envidia cualquier país del mundo y, sin embargo, nos permitimos el lujo (o la vergüenza) de envenenar nuestras fuentes de agua con mercurio, talar los bosques del ecosistema amazónico, indignarnos por posibles incrementos a impuestos de nuestras propiedades, permitir que la temeridad de empleados públicos corruptos se perciba como normal y no se sancione, acostumbrarnos a los elefantes blancos de obras inconclusas y millones de millones en dineros perdidos. Y, por encima de toda esta indignidad, preferimos un país en guerra que reunirnos a analizar cómo podemos salvarlo de la soberbia y de la prepotencia para construir una Colombia respetable.
¿Será posible y viable que algún día podamos realmente sentirnos orgullosos de lo que somos y de lo que representamos ante el mundo? ¿O nos quedamos con la farsa de ser muy felices, salseros, de vivir en la “capital del cielo”, de ser “gente de bien”, de que “los buenos somos más”?
Tenemos la libertad de elegir democracia y respeto internacional o continuar con los mismos pajazos mentales. ¡Usted decide!