¿Sabe usted que la ciudadanía de la cual se ufana es simplemente declarativa?, ¿que la estantería donde existió el contrato social se derrumbó hace varios siglos?, ¿que los gloriosos partidos políticos se tomaron todas las instituciones y son empresas electorales que alimentan la voracidad de los elegidos?
Seguramente usted pasó muy cerca de las casas de estudios y escuchó que de sus aulas salía el estruendo de los formalismos utilizados por los académicos, eruditos y sabios de frente despejada, pero, pudo ser, también, que usted estuvo adentro, donde el ruido era ensordecedor.
Escuche bien, sea equilibrado; la modernidad política, de la que tanto se hace gala, falleció hace dos centurias y desde entonces, perdóneme decirle, sus restos apestan.
Veamos este ejemplo: si usted alguna vez prestó servicio militar recuerda los ejercicios de simulación, es decir los simulacros, útiles para derrotar al enemigo. Todo era una parafernalia agotada y hueca; los ejercicios fingidos, los ataques simulados, las ofensivas aparentes y los avances irreales.
Estas operaciones estratégicas se parecían un poco al liberalismo, y no me refiero a los veleros rojos a azules que navegaron por los ríos y mares colombianos, sino al régimen conocido como democracia, cuyo modelo hace aguas y no puede sostenerse.
¿Puede, por ejemplo, en el seno de nuestra democracia crecer la libertad reglamentada por el Estado que representa el privilegio de unos pocos, que hablan de las bondades electorales, la libertad de expresión y el derecho a la información mientras sojuzgan a las mayorías?
¿Soy libre cuando las personas que me rodean no son libres? ¿Acaso el salvajismo que acaba con los ríos es libertad?
¿Podríamos sostener que la democracia liberal tiene algo trascendente? Lo dudamos.
Los espacios públicos políticos, por los cuales se sacrificó la Revolución francesa, están desolados y han convulsionado; sus frecuentes e inesperadas caídas intuyen una especie de epilepsia y, los ciudadanos, se encierran en el individualismo económico para acumular más poder, en tanto que los de abajo sobreviven transgrediendo la normatividad como los de arriba, excepto que la modalidad del hurto y el robo son diferentes.
¿Me dice usted que aún nos queda la ciudadanía?, ¿acaso se refiere a la cédula de ciudadanía? Usted es demasiado optimista, su tarjeta estatal solo sirve para obtener una licencia, cambiar un cheque, pagar una multa, contraer matrimonio o divorciarse, ubicarlo tributariamente y votar en las elecciones. ¿A eso se refiere?
Sí, la ciudadanía como ejercicio democrático ha caído en un hueco donde usted tiene que aceptar que el automotor de la gobernabilidad no puede movilizarse porque tiene las rótulas quebradas, las tijeras fragmentadas, los amortiguadores desvencijados, la suspensión deteriorada y los ejes traseros y delanteros arruinados por el más grosero pragmatismo económico reinante.
Claro que usted no es chapado a la antigua y no va a sostener que aún disfrutamos de la igualdad jurídica de la que se habla en las facultades de derecho y en los simposios jurídicos.
Y… está bien que así piense, porque en el contexto político de la modernidad se habla de la igualdad jurídica ante la ley, que me hace recordar esta frase: “No nos crean tan pendejos”, y pendejos son, en algunas culturas, los pelos del pubis, que puede por ligereza agarrárselos al subirse la bragueta. Le aclaro que la palabra tiene origen latino para que no se escandalice.
Qué espléndido el paisaje, brillante el horizonte: igualación política e igualación jurídica, la eterna era de las oportunidades, de la que hablan los políticos en trance electoral.
El circo es permanente, la función permanece con los telones en alto, los actores no se desprenden de sus máscaras, los palafreneros ya no se incomodan si les llaman lacayos, se ha perdido la vergüenza, la partidocracia se apropió vulgarmente de los intereses comunitarios y el Estado expresa alegremente que es neutral.
El sindicalismo se divorció del movimiento obrero y prefiere hacerle goles y autogoles a los trabajadores; el voto se convirtió en una propina, los partidos son escampaderos sociales, el parlamento una mullida agencia de franquicias y los gremios financieros solo piensan en las ganancias.
Tal como lo apreciamos, como lo vemos, como lo valoramos en la intimidad, la representación política, la representación ciudadana y la representación democrática es una brizna en las manos del poder financiero, burocrático y ranchero.
La idea enaltecedora de la igualación ante la ley y de la política como reguladora de la equidad fallecieron descalabradas por un grosero pragmatismo económico y el mito del ciudadano soberano se hundió en los panteones de la democracia, donde se observan las coronas de la corrupción, la pobreza, la exclusión, la violencia y la desigualdad.
¿Asistió usted a las exequias de la representación ciudadana o sigue pensando todavía como los poetas que la democracia es una metáfora del poder? Hasta pronto.