El Putumayo ha sido siempre la región y ahora el departamento más olvidado de Colombia. Mocoa, su capital, es prácticamente desconocida, y está abandonada por las autoridades nacionales. Si alguien recuerda esta parte de nuestra patria es por ser zona de los mayores cultivos de coca y, en paralelo, asiento de las fuerzas ilegales que viven de ello.
Con una cabecera municipal con algo del orden de 60.000 habitantes, ninguna industria, servicios públicos deficientes y sin actividad económica propiamente productiva, no da ni siquiera para considerarla ciudad, sino simplemente como a sus habitantes, pueblo. No obstante, la reciente tragedia de la avalancha cambió su suerte. Mal por la cantidad de víctimas y los dramas que sufren buena parte de sus pobladores.
Esa tierra olvidada y desatendida por causa de la tragedia se convirtió de un momento a otro también en el vehículo para promover intereses que se han dedicado a explotar su desgracia sin recato alguno. El presidente Santos encontró una ocasión para que se desviara la atención del pésimo momento por el cual pasaba. La tragedia misma relegó a segundo plano las otras noticias que lo cercaban y dio alivio a la presión que los escándalos y la oposición le generaban.
Hizo bien —como debía— en presentarse en el lugar y en el momento en que Colombia comenzaba a darse cuenta de la dimensión del drama. Le correspondía como vocero de los colombianos y como cabeza de la administración estar en ese momento allí. Sin embargo, otra cosa es aprovechar la situación para intentar vender una buena imagen a costa de ese infortunio. De hecho, las promesas de que todos los aspectos de la ausencia estatal serían mejorados (mejor energía, más servicios de salud, mayor suministro de agua, etc.) parecían casi mostrar como bendición lo sucedido.
Por supuesto venía a la mente el caso de Gramalote cuando tras cuatro años de incumplimientos se hizo gran despliegue de la entrega de 60 casas (quedan pendientes más de mil según lo comprometido) o se recuerda que de las inundaciones del 2011 solo se ejecutó el 70 % de lo aprobado. Pero además y sobre todo sacar en 24 horas toda clase proyectos y promesas no podía sino ser engañoso y oportunista.
Hoy con el conocimiento divulgado respecto a los problemas de esa población se sabe que su ubicación es de alto riesgo, que en los últimas 20 años (y aún sin cambio climático) había tenido por lo menos 5 eventos que advertían de ese peligro, y que sería irresponsable adelantar lo que sin ningún fundamento o estudio ofreció el primer mandatario. Ir tres veces en dos semanas a hacer inauguraciones o cuestionar a las autoridades locales y regionales es una forma de figuración, pero no la función propiamente de la cabeza del gobierno nacional.
También, la presencia de la primera dama como símbolo de solidaridad del país aparecía conveniente, pero es evidente que el despliegue de su hijo Martín en plan de protagonista repartiendo ayudas era innecesario. Sin embargo, ellos simplemente siguieron o usaron la agenda que decidieron los medios de comunicación. Estos han ido más allá del uso al abuso en explotar lo que sufrió la gente.
Para la prensa desaparecieron los escándalos de Oderbrecht; la polarización y la promoción de todos los debates planteados por el uribismo se esfumaron; las dificultades del trámite para desarrollar el Acuerdo de Paz y las quejas de las Farc y la ONU quedaron en el limbo; las cifras decepcionantes en materia económica (aumento del desempleo, disminución de la inversión extranjera, estancamiento del crecimiento del PIB) dejaron de mencionarse.
Se había encontrado una nueva veta para impulsar el rating. Como si fuera un Teletón o como un folletín por entregas se daba día a día el número de víctimas, creando la expectativa de a cuánto aumentaría esa cifra al día siguiente. Se buscaron los casos más truculentos y las tragedias más grandes y, aprovechando la necesidad de cada sobreviviente de contar su caso personal, entraron todos en competencia convirtiendo en ‘noticia’ algo que no era ni información ni análisis sino explotación del sufrimiento para vender al público un amarillismo disfrazado de solidaridad. Cada día y sin propósito diferente de enganchar al público con el dolor ajeno traían (como en los concursos hoy de moda) un nuevo protagonista, y lo ponían a que relatara su triste experiencia.
Vale reconocer que algunos sí desplegaron un trabajo para que se entendieran las causas y se buscarán correcciones al problema de esa población. Pero ni una golondrina hace verano, ni esas excepciones ocultan el amarillismo que caracterizó (¿o caracteriza?) la forma de funcionamiento de nuestros "medios de comunicación".