Amigos antiuribistas: si en ustedes no ha muerto la esperanza baldía de una Colombia que, en algún momento de la historia, se desprendiese por completo de los ideales del expresidente Álvaro Uribe, pueden estar seguros de que ese momento jamás llegará. Pasada una semana de la captura de Santiago Uribe, los seguidores del ahora senador están más enfrascados que nunca en sus convicciones. Nuestra actualidad es, por demás, clara radiografía de por qué el discurso uribista cala tan hondo en la entraña de los colombianos.
En principio, nos encontramos en una sociedad que descree de los organismos estatales. Sólo para citar algunos motivos, están las arbitrarias medidas económicas de Santos, la corrupción en la Corte Suprema de Justicia, los sesgos religiosos y morales en la Procuraduría y una seguidilla de escándalos que tuvo, hace algunas semanas, como epicentro a la Policía Nacional. La reputación de esta última cojea por diversos flancos. El gran escándalo de corrupción y desfalco, seguido de las denuncias sobre la “Comunidad del Anillo”, sin duda vapuleó el prestigio de la institución. Pero noticias más locales son las que acrecientan la percepción generalizada de una policía sin vocación ni moral. Dos policías capturados en Medellín por extorsión; catorce en Bogotá por hacer parte de una banda de micro-tráfico y otros dos en Córdoba por transportar media tonelada de cocaína, hicieron antesala al desprestigio mayor. El resultado es una comunidad que desconfía casi tanto del efectivo policíaco como del ladrón.
De tal sensación de inseguridad se desprende el fenómeno de la justicia por cuenta propia. Sin duda, el estallido de linchamientos en todo el país durante 2015 fue alarmante. Pero el verdadero espejo del odio apareció entre quienes los grabaron, subieron o compartieron en redes sociales y, en mayor medida, en quienes los celebraron y aplaudieron. Estos últimos, que ven con buenos ojos la violencia contra el pequeño delincuente (que casi siempre es quien recibe las golpizas, ya que el crimen organizado desataría tiroteos antes que permitirse linchamientos), son los mismos que en su momento recibían con agrado los panfletos de las Águilas Negras, cuando advertían la “limpieza social”. Para ellos, que alguien mate indigentes, prostitutas, ladronzuelos y expendedores de droga es apenas lógico; no son capaces de discernir los problemas de fondo que aquejan a la sociedad entera. Esa que en cuestión de días encontrará reemplazo para el indigente, la prostituta y el ladronzuelo.
Transportados a redes sociales, estos ciudadanos censuran la captura de Santiago Uribe. Coinciden en que la única forma de acabar con el conflicto es exterminar a la guerrilla a cualquier costo.“Adelante presidente, sabemos de su honorabilidad y persecución. ¡Colombia con usted! Uribista siempre”, escribe una mujer en el foro de El Tiempo. Otro escribe que la labor de los paramilitares fue muy noble y Colombia debe agradecerles por evitar que las FARC se hicieran con el poder. En otras palabras, el fin justifica los medios en su forma más extrema. Ya algunos medios arguyen que la familia Uribe tuvo que hallar el modo de convivir con la guerrilla. Es decir, los antiuribistas deben abandonar la idea de que la colectividad ignora el accionar de Uribe. No sólo no lo ignora: lo defiende y comparte.
En el momento más crítico del conflicto en Colombia, con la política salpicada de narcotráfico y las instituciones tan deploradas como hoy en día, surge Uribe. Su discurso convoca a los individuos con tendencia a simplificar verdades complejas. Entiende que los colombianos conservan la fibra bipartidista y les da la razón. Vende un escenario de buenos y malos, a partir del cual se entiende que todo opositor sea calificado de guerrillero, terrorista, castrochavista, etc. Tal como se califica de ladrón a quien protege a un ladrón de ser linchado.
Durante ocho años, los medios de comunicación vuelcan el odio y la frustración de cada ciudadano en Colombia hacia las FARC. Fabrican en la imagen de Uribe una esperanza y un nuevo respeto hacia la clase política. En consecuencia, con el mismo fervor que un religioso se cubre los oídos ante la evidencia científica, los uribistas protegen su doctrina con vanos argumentos. Temen ver nuevamente derrumbada su fe.
Con la perorata de una persecución política, el Centro Democrático logra renovar una ideología que ya menguaba. Clara muestra de ello es que, en el 2014, se enfrentó a toda esa raigambre uribista contra la idea de la paz. Está claro que Santos, con la pésima gestión de su primer mandato, no fue quien ganó la segunda vuelta. La puja la resolvió un deseo mayoritario de acabar por las buenas una guerra que no se acabó por la fuerza. Deseo que no se materializará en La Habana, sino a través de un intrincado proceso de postconflicto que la ciudadanía merece entender y del cual, hasta ahora, el uribismo que implora impartir justicia con la ley del Talión, es la más grande piedra en el zapato.