El uribismo salió bastante maltrecho de las recientes elecciones legislativas. Comparando con las elecciones 2018 pasó de tener 51 congresistas (19 en Senado y 32 en Cámara) a obtener 30 el pasado domingo (14 en Senado y 16 en Cámara), una reducción de 21 elementos, golpe duro en contra de la que ha sido la principal fuerza política de los últimos 20 años en Colombia.
Teniendo en cuenta estos resultados, algunos —de forma apresurada— consideran que el uribismo como proyecto político está a punto de desaparecer o, por lo menos, condenado a ser fuerza de segundo orden en la vida nacional. Se equivocan.
Y la razón es la siguiente: el uribismo no es un tan solo un partido político o un movimiento electoral. El uribismo se parece más a un movimiento social, uno con un proyecto de clase, el de la clase (o clases) dominante en el país —terratenientes, grandes empresarios, grupos financieros y las porciones de “empresarios” ilegales (narcos, contratistas corruptos, etc.) que han logrado penetrar el círculo social y económico de los tres primeros grupos mencionados— en el que lo electoral es solo la punta del iceberg.
El uribismo puede ser derrotado en las urnas, pero el proyecto de clase sigue ahí, vivo y vigoroso, presto a encontrar las nuevas fuerzas políticas que lo lleven adelante, que le entreguen la conducción del Estado. Y fuerzas para hacer este relevo es lo que sobran en el país.
Al fin y al cabo, viéndolo en perspectiva de larga duración, el uribismo solo ha sido la versión contemporánea de un proyecto social, económico y político que las élites del país han defendido e impuesto durante casi cien años: el proyecto de controlar el Estado para que las Leyes y la Administración estén al servicio de sus negocios privados, al tiempo que se mantiene a gran parte de la población al margen de los eventuales beneficios.
Su visión de “desarrollo” se reduce a construir una carretera por aquí, a pedido de tal o cual élite regional, para que ésta pueda sacar sus productos; o una hidroeléctrica por allá para que tal otra élite regional tenga acceso a energía en sus agroindustrias extensivas; o favorecer a algún clan familiar regional con subsidios estatales.
Y los beneficios en empleo, en servicios públicos, en acceso a la vivienda, en cuidado del ambiente, en respeto a derechos laborales o humanos en general, que la sociedad y las comunidades esperarían de esas prebendas hacia un reducido círculo de familias empresarias y latifundistas, no avanza al mismo ritmo. Se trata de una estructura que ha configurado un perverso “estatismo para élites”, una suerte de “socialismo para ricos” que ha capturado el Estado colombiano durante décadas.
La resultante del proyecto ha sido un capitalismo mediocre, que no innova, dominado por empresarios que, paradójicamente, no emprenden. un pseudocapitalismo que no tiene crecimiento cualitativo, ni se sofistica, solo vegeta a la sombra del Estado, esperando sus favores, sus subsidios y contratos, expandiendo únicamente las mismas actividades que ha realizado desde sus comienzos: los mismos “chitos”, los mismos snacks azucarados, el mismo cemento, la misma usura bancaria de toda la vida.
Los individuos y conglomerados más ricos y poderosos del país son, y hacen las mismas cosas, de hace 60 años o más. Ningún capitalista innovador ha aparecido en escena en este pírrico capitalismo criollo.
Comparemos con el capitalismo norteamericano: a inicios del siglo XX las fortunas más ricas de ese país estaban en la banca o el petróleo, luego vinieron los fabricantes de automóviles y electrodomésticos, posteriormente la industria electrónica, para llegar más cerca de nuestros días a capitalistas innovadores en las empresas tecnológicas (tipos como Steve Jobs o Bill Gates, por ejemplo) y los actuales innovadores de la economía digital (tipos como Zuckerberg, Bezos y aquellos ligados a Google, por ejemplo).
Mientras tanto en Colombia lo que único que ha crecido es, por ejemplo, el tamaño corporativo (y la influencia política) de los mismos criadores de cerdos y pollos de hace décadas.
Por otra parte, y como complemento, la violencia no se ha hecho esperar para controlar a quienes han desafiado el poder de este proyecto: “chulavitas” en la década de los cincuenta, escuadrones de la muerte en los ochenta, paramilitares hasta la actualidad, y el “monopolio legítimo de la violencia” siempre (miles de colombianos han caído bajo las balas oficiales en la “democracia más estable de América Latina”). La violencia ha sido un componente permanente del antiguo proyecto de clase liderado por el uribismo en los últimos veinte años.
Actualmente, este proyecto político podría ser recogido por cualquiera: por Cambio Radical, por ejemplo; por el renacido Partido Conservador, al que emigraron muchos corruptos de mencionado Cambio Radical; por los Char, dueños de toda una ciudad, de un departamento y sus aledaños; o por los siempre ambiguos liberales, alquilados al mejor postor; por el Partido de la U, expresión del empoderamiento femenino… “para practicar el clientelismo”; o por Fico.
Al fin y al cabo, todos estos grupos (excepción de algunos liberales) ya trabajan juntos en la implementación del proyecto, y han sido las fuerzas de apoyo del uribismo en estos últimos 20 años. Seguramente todos estos se aglutinarán en torno a éste último, el nuevo “muñeco”, no solo de Uribe sino de las clases dominantes y su proyecto.
En este proyecto se mezclan cuatro dinámicas que podrían darles la victoria en las próximas elecciones presidenciales.
La primera dinámica es la fuerza ideológica: es mérito de Álvaro Uribe haberle dado coherencia ideológica a este proyecto, dotándolo de una narrativa con la cual ha logrado empatizar con millones de colombianos (“primero la seguridad”, defensa contra el llamado “castrochavismo”, primero los empresarios, etc.). Antes de Uribe la derecha no marchaba en las calles, o por lo menos no de forma masiva (permanecía oculta en su clubes y haciendas).
La segunda dinámica es el pragmatismo de la “clase política”: la mayor parte de los partidos arriba mencionados no hacen política por razones ideológicas, la hacen por negocio; la política para esta “clase política” es un medio de obtener beneficios personales, familiares y de grupo (amaño de contratos, desvío de recursos públicos, corrupción en pocos términos), su interés es mantener el modelo político establecido pues constituye su botín.
La tercera dinámica es la del poder de las maquinarias: este es el modus operandi de la clase política tradicional: la compra masiva de votos puede ser una fuerza decisiva en varias regiones del país fuertemente controladas por estos clanes;
La cuarta dinámica es la mediática: la guerra sucia de desinformación es una fuerza muy poderosa cuyo influjo en la población puede ser definitivo (recordemos su rol determinante en el referendo sobre los Acuerdos de Paz, en el Brexit o en la reacción del trumpismo a su derrota electoral): las cadenas de whatsapp puede llevar a la gente a las calles y las urnas, particularmente cuando los mensajes se dirigen a la parte emocional y a los miedos de las personas, que es la forma en que suele comunicar la derecha sus mensajes (“si gana Petro nos invade el comunismo”, “nos van a quitar la pensiones”, “tal candidato propone expropiar”).
No se puede olvidar dentro de esta dinámica el rol de los grandes medios, propiedad de grandes grupos económicos con interés en la conservación del status quo.
Estas son pues (algunas de) las fortalezas del status quo: simpatía ideológica de una gran base social, clanes políticos movilizados para defender sus intereses, compra masiva de votos y, por último, pero no menos importante, manipulación mediática.
A esto habría que agregar el gran poder financiero que respalda a este proyecto: grandes empresarios, de diversa índole, legales e ilegales, “hacen vaca” y meten la plata en la misma bolsa para financiar a los políticos que les aseguran que el Estado seguirá a su casi exclusivo servicio.
Colombia enfrenta hoy la oportunidad de cambiar de rumbo, de alejarse del proyecto de exclusión y violencia que han sostenido las élites durante más de cien años.
Pero solo una votación masiva en contra del mismo podrá sacudírselo de encima, una derrota en estas elecciones para las fuerzas del cambio significaría una derrota durante muchas décadas por venir. No habrá segunda oportunidad.
Si las fuerzas del status quo se hacen con el triunfo, el proyecto establecido habrá encontrado su heredero, pasará la página del uribismo para continuar tranquilo su reinado, dará las gracias a Uribe por los servicios prestados y posesionará al nuevo CEO del proyecto de exclusión.