A una semana de haber transcurrido elecciones para gobernadores, alcaldes y corporaciones públicas del orden departamental y municipal, podemos ocuparnos del caso de dos caudillos antioqueños castigados en las urnas. Empecemos por decir que caudillo es el término empleado para referirse a un líder. En asuntos políticos, los caudillos gozan de respaldo electoral, acceden al poder y su triunfo suele asegurarse dada la legitimidad y la disciplina partidista que exigen y reclaman. Estos dos caudillos son Uribe y Fajardo.
El uribismo no mostró el músculo electoral que creía tener. Perdió la alcaldía de Medellín, la gobernación de Antioquia y la gobernación de Córdoba. Sin contar el descalabro de su cuota para la alcaldía de Bogotá. Su consuelo reposa en corporaciones regionales. Pero el pez gordo se le fue como agua entre los dedos. Y no es la primera vez que Uribe pierde en Medellín. En la versión pasada su candidato era Federico Gutiérrez. La primera vez fue derrotado por la maquinaria adversa; la segunda lo derrotó el voto de opinión. Y debió ser voto de opinión porque también perdió el candidato de Fajardo. Uribe perdió seriedad (y por supuesto votos) con el trato vil e irrespetuoso que tuvo para con Liliana Rendón. Sacrificó la lealtad del partido por un cálculo electoral. En otra torpeza, se apersonó tanto en ganar la alcaldía de Medellín que terminó invisibilizando a Juan Carlos.
Al final Federico Gutiérrez llega a la alcaldía de Medellín en la posición más cómoda posible. En sus múltiples mutaciones, del fajardismo al uribismo, y ahora la versión local de Podemos, goza de un aire de independencia y de renovación que le permite jugar a varias bandas necesarias a ver si se hacen las reformas que necesita una ciudad de verdad: movilidad y legalidad. Más allá del paisajismo, la innovación o la discusión por las cabalgatas.
El fajardismo también quedó lesionado. En Antioquia, además del termómetro por el proceso de paz según lo que ocurriera con el uribimso, también estaba en juego las aspiraciones presidenciales de Fajardo para 2018. Y dejó la mesa con dos patas cojas. Esta vez no pudo repetir su transición como lo hizo cuando alcalde en favor de Alonso. Sus alfiles a alcaldía y gobernación lucieron sin brillo. Alonso fue arrojado de manera inmisericorde al naufragio. Desde la sede de campaña se escuchaban voces de que Fajardo no quería ayudarle más. Se sentía más identificado con Gutiérrez que con él. Solo por un acto de tozudez se mantuvo hasta el final. La fractura interna de los fajardistas con Alonso era inocultable. A la gobernación la apuesta fue más riesgosa. Una excelente persona, pero un pésimo político. Sin chispa y sin magia. Apegado de manera irrestricta a la continuidad. ¿Continuidad de qué? Nunca hubo respuesta. Entonces tampoco hubo votos.
Uribe perdió el pulso con el gobierno de cara a la refrendación popular del proceso de negociación con las Farc. Y Fajardo perdió el primer pulso, en sus aspiraciones presidenciales, con Vargas Lleras. No ponemos en duda su liderazgo. Solo es una advertencia. Pues de no replantear la forma de hacer política, estos caudillos se expondrán a fracasos recurrentes. Inimaginados e imprevisibles. Esa es la suerte de los candidatos. Por más caudillo que sea, quien manda, ese es el pueblo.