Al principio era solo una vaga idea, pero luego se fue gestando en su mente la íntima seguridad de que sus éxitos, considerados por muchos como proezas, terminarían mal.
Así ha sido siempre y así lo será, las victorias conseguidas con métodos no muy saludables son más pasajeras que las otras glorias humanas. Entonces se propuso que debía encontrar la fórmula para evitar su caída. Incluso llegó a pensar, ilusoriamente, que en esto la diosa Fortuna también le sonreiría. Pero se le olvidó que esa divinidad marcha como una rueda que tritura todo aquello que un día exaltó. Así, quien creyó caminar a puerto seguro, avanzó, como aquel pobre hombre del cuento persa, hacia su propio Samarcanda.
Y llegada la hora de su caída, de su inexorable derrota, no pudo siquiera traer a su mente los buenos recuerdos de sus días felices. Además, no hubo alguien a su lado con el carácter o por lo menos con la agudeza e imaginación para hacérselos ver. Había establecido con todos una relación de pactos en los que cada uno de ellos encontraría su propia seguridad. Más que amarle, lo que en realidad apreciaban eran los beneficios recibidos de su mano, y que difícilmente hubieran conseguido en solitario. De hecho, se hacían acuerdos estrictos y a la vez falsos entre sus íntimos, basados en hacerse creer así mismos que ese poder que habían acumulado les era legítimo e intransferible.
La mayor parte del tiempo se rodeaba de los llamados “fieles”. El acceso a su persona era casi un honor. Mas no es novedad que esta clase de personajes sean en realidad seres solitarios y tristes, probablemente, porque no hay quién les diga la verdad en la cara. El engaño era tal que en cierta ocasión alguien le dijo: “Señor, veo en usted al segundo Bolívar”. Ya tal adulación era de caricatura, pero que él se la haya creído es netamente ciencia ficción. Esa fue una torpe escena para quien parecía poseer unos niveles de astucia superiores al común de los mortales.
Después vinieron los años en que los maestros y la sensatez recomiendan un retiro tranquilo y en victoria en la paz del rancho. Pero dentro de sí se había forjado un personaje que se resistía a pasar la página; en particular, porque se afincó en su cabeza la obsesión de mantenerse a salvo. Pero cuidado con esos años de aparente tranquilidad, pues en ellos se cuecen las decisiones definitivas.
Hasta que llegó el momento en el que tomó sus inteligentes malas decisiones; aun para lo cual se requiere de cierta osadía. Incluso, en defensa de este personaje, no es descabellada la hipótesis de que su situación era, prácticamente, una enfermedad, una adicción: la del poder. Por eso se refugiaba en la equívoca idea de mantener a toda costa una pulcra imagen pública y no dudaba en describirse a sí mismo como “honorable”. Es apenas normal que quienes pretenden tal devoción para sí, terminen por ser el hazmerreír de toda una generación; porque ha fabricado su propia comedia. Ese mundo que ayer lo alabó, mañana se desencantará ante el surgimiento inevitable de una verdad que florecía ante sus marchitadas mentiras.
El constante roce con el poder lleva a algunos a creer que siempre podrán mantener la balanza a su favor, porque de peores circunstancias han salido. Paradójicamente, lo que al final terminó por inclinarla en su contra, fueron algunos de sus propios pasos y decisiones. Más que el triunfo de los demás, fue la confirmación de su propia derrota, de quien por décadas se creyó infalible. Así las cosas, como un nuevo raskólnikov, fue develando casi de forma involuntaria sus miedos y los cabos que nunca ató. Y estos sí que son una voz infalible, porque el peor enemigo de un tirano no son aquellos que se vieron afectados por la desgracia que él les causó, sino su propio y casi inalterable modo de vida.
Hubo un tiempo en el que pudo hacer las cosas distintas, en el que no hubiera estado mal dar un paso al costado. Pero creyó (con mano firme y corazón grande) que si lo hacía apresuraría su caída. Entonces continuó aferrado a su beligerancia, dando siempre dos o tres pasos adelante de cuanto enemigo veía en el horizonte. Tenía una obsesión por evitar su caída, y esa obsesión lo derrotó.
La diosa Fortuna podría confesarnos, sonriendo, que en nada alteró el destino de este hombre, pues todo lo que él decidió se hizo al pie de la letra.