Los caminos esta vez me llevan al sur y al norte a la vez: norte de Colombia, sur del Golfo de Urabá, pedazo de tierra de la Antioquia más septentrional que penetra entre los departamentos de Córdoba y el Chocó, a los que divide, en la cercanía de la tierra fronteriza con Panamá. Sin desmerecer al resto de este frondoso y vasto país, Colombia, ¡qué hermoso nombre!, consentida de Dios por sus derroches de rica naturaleza, estas tierras me tocan el alma de dos maneras: por su belleza virgen, y por las cicatrices dejadas en tiempos no muy lejanos en sus gentes humildes y afables que aun muestran un macabro recuerdo de la más detestable seña de identidad de la raza humana: la violencia arbitraria, cruel, siempre injustificada.
La primera opción que contemplé para llegar a Turbo fue el paseo por las entrañas antioqueñas desde la hermosa Medellín. Aparentemente la distancia no era prohibitiva, poco más de 300 kilómetros. La propia Medellín me hizo cambiar de opinión. Le dedicaremos los espacios que merece esta ciudad, también devastada en tiempos pretéritos de una sinrazón que le dejó un estigma todavía vigente en extranjeros que no la conocen o frecuentan. Porque Medellín es, muy lejos de cualquier connotación pasada, una primavera abierta, por clima, por desarrollo, por innovación, por ser espejo donde mirarse, que debería ser sin ir más lejos referencia de la capital de la República, perdedora en cualquier comparación posible con la capital paisa. No es cuestión de filias, ni de fobias, uno intenta contar lo que ve, y lo que ve en Medellín es la antítesis de lo que ve en Bogotá. No sé cómo las autoridades capitalinas no se ruborizan ante sus ciudadanos, ni como estos no les exigen mayor calidad para sus vidas, porque la peor noticia de la comparación es que demuestra que sí se puede: se puede tener una ciudad limpia, descongestionada, sin huecos infames en sus calles, organizada, sostenible, innovadora y abierta al mundo, un mundo que la prueba y repite. No es momento y lugar para extendernos en el asunto, pero no quería dejar pasar la ocasión para citarlo, pues uno se debe a la verdad hacia nuestros lectores caminantes.
La atmósfera de Medallo me envolvió de tal manera que decidí finalmente la opción aérea. Entre la ida y la vuelta ganaba un día. Desde el aeropuerto Olaya Herrera, por unos precios muy razonables que pueden oscilar entre los 90.000 y los 170.000 pesos, un tiquete de ida nos pone en nuestro destino en menos de una hora de viaje, tentadora oferta para aprovechar el tiempo si este no nos sobra, frente a las aproximadamente ocho horas de ruta que el carro ofrece o los 59.000 pesos de la línea express terrestre que algunas compañías ofrecen.
Apenas un rato después de haber dejado atrás las lomas paisas, la aeronave comenzó a descender y pensé que iba a aterrizar entre las miles de banareras que bordean la pista y que el pequeño avión deja ver a través de sus ventanillas. Por momentos parece como si una de sus hélices fuera a perforar las enormes hojas, abrirse paso entre ellas y envolvernos como si fuéramos tamales. No muy lejos de este aeródromo, me cuentan, se formaron otras pistas ilegales que penetraban en las entrañas urabeñas pobladas de bananeras. Entiéndase urabeñas como gentilicio puro, pues en esta tierra la violencia ha privado a sus gentes hasta de un uso adecuado de su denominación de origen por culpa de una banda ilegal que se arrogó su patente ante la opinión pública. Hoy esas pistas, cubiertas de vegetación, en desuso, fueron deshabilitadas por las fuerzas de orden público y dejaron de servir de infraestructura del tráfico ilegal de estupefacientes que financiaba a los grupos armados fuera de la ley colombiana.
El aterrizaje acabó siendo emocionante y suave entre la llanura platanera en ese hueco donde la pista del pequeño aeropuerto Antonio Roldán Betancourt, también conocido como Los Cedros, en el término municipal de Carepa, recibe vuelos nacionales de las regiones cercanas.
Bananos en lugar de fusiles
El golpe de calor es inevitable nada más poner pie en el asfalto. Escuché decir que esta era una tierra sin ley ni Estado, vapuleada por el azote de quienes pretendían su control para fines perversos. Nunca se fíe mucho de lo que oiga, ni confunda pasado con presente, fíese de lo que ve. Los tiempos cambian, y no hay tierra sin derecho a una nueva oportunidad. Y esta la tiene, basada en la ley de la naturaleza, del deseo de sus gentes de evolucionar en paz. Yo veo un sol severo, tanto, que uno desde luego no se aguanta cinco minutos seguidos expuesto a su intensidad. Sol y calor que nos acompañarán hasta la ciudad de Apartadó, elegida para el alojamiento, donde la humedad amenaza incluso a los aparatos electrónicos y no tiene más antídoto que un buen aire acondicionado, no al alcance precisamente de todos los lugareños.
Son el sol y el calor que han forjado el coraje de una población mayoritaria de color, que se lo aguantó durante siglos en sus lomos, en su frente y en su piel, oscura por más fuerzas para ofrecer una protección natural ante tamaña fuerza ultravioleta. Gentes que con el sudor de su frente se ganan dignamente el pan de su sustento trabajando la tierra de sol a sol, tal que en las fincas bananeras, nuestro destino final, sorteando con el apoyo de Dios el olvido y la dejadez a la que muchos lugares como este se ven sometidos en el mundo entero por parte de una clase política tan patética como corrupta e ineficaz, generadora de contrastes sobrecogedores entre muy ricos y muy pobres, asignatura siempre pendiente de aprobar de países que uno tanto ama, Colombia el primero, con el sello común de una lengua y una cultura.
Los corazones bananeros son todavía corazones heridos, conmovidos, sensibles a la huella reciente de un dolor infinito, inhumano, propio de la más absurda brutalidad, del más sucio hollín de la miseria humana, de esa vida al margen de la ley de la que tanto se ha escrito y tanto se ha hablado. El conductor que me lleva a la finca por la vía principal todavía destila en su mirada y en el tono de su voz la conmoción de la marca dejada a fuego en sus entrañas por haber sido testigo de dantescas escenas: “antes uno transitaba por aquí escoltado por cadáveres que abandonaban a ambos lados de la vía, los muertos eran tan habituales en la ruta como las bananeras y el ganado. Era parte de la rutina de cada día. Muchos de ellos de gente inocente que masacraban y usaban para meter miedo. Hoy apenas se ve eso, gracias a Dios, solo algunos muertos de vez en cuando pero gente que ella misma se la busca, en sus problemas y sus cosas de la mala vida”.
Efectivamente, hubo un tiempo no muy lejano en que por estos lares la muerte se convirtió en una compañera diaria de la vida. Primero la Guerrilla, después la réplica paramilitar que recrudeció la violencia con una guerra interna devastadora, atroz, a la que todo el mundo intenta, a su modo, echar tierra en su memoria y su vocabulario. No es fácil, no hay nativo que pueda desprenderse así sin más del trauma de haber sido testigo de la arbitrariedad de la sangre derramada por nada. Aparece en todas las conversaciones, y en esas miradas, las miradas de la resignación del olvido imposible, máxime si entre aquellos cientos de víctimas había un familiar cercano.
La esperanza del futuro
Hoy me encuentro un Urabá que no empuña más arma que un banano, y eso me alegra el alma, me pone contento, porque estas gentes que hallo en Turbo, en Curralao, en Apartadó, en Carepa y en Chigorodó lo merecen. Merecen vivir en paz, con su sudor y su sol, con el trabajo delicado de la madera de teca extraída de las aglomeraciones de enjutos árboles; del ganado, que se postra a ambos lados de la vía, en las trochas y las fincas, escoltado de garzas las más de las veces, evocando en mi recuerdo y memoria la tierra llanera; merecen vivir en paz con el pescado de la tierra Caribe, de las bocachicas que se exponen en los embarcaderos de Turbo y de los exquisitos róbalos que se sirven en sus restaurantes, que a base de arroz y coco preparan platos imposibles de rechazar; y finalmente merecen vivir en paz y con derecho a ilusionarse, con el sueño de los jóvenes del fútbol de pies descalzos que sueñan con salir de la pobreza y poder ser como Luis Amaranto Perea, Camilo Zúñiga o Juan Guillermo Cuadrado, salidos de estos potreros y de goles cantados bajo un sol justiciero. Perea, cuya sensibilidad con su tierra le ha hecho invertir en un hotel en la ciudad de Apartadó para contribuir a su desarrollo, proyecta una escuela de fútbol en Carepa. Un ejemplo a seguir y una esperanza del futuro de las nuevas generaciones del Urabá.
Agradezco la gentileza de Julio, administrador de una finca que gentilmente nos abre las puertas del gran motor de la economía de esta tierra, las grandes extensiones bananeras y sus empacadoras, que procesan el producto y le da salida en forma de cajas listas para la exportación de una fruta de máxima calidad que desde el Urabá llega a los confines de la vieja Europa y los Estados Unidos y que mete a Colombia en el grupo de los cinco países que por volumen son líderes en la exportación mundial del banano.
Desde las 6 de la mañana, con dos descansos, uno para el desayuno y otro para el almuerzo, hasta las 6 de la tarde, los trabajadores de las fincas, movilizados en motocicletas o bicicletas, laboran en la recogida, corte, lavado, selección y empaque de la fruta. Almacenan los bananos y trocean los vástagos, que luego usan de abono en las bananeras. La selección de la fruta, una vez remojada, es muy exhaustiva, y al más mínimo daño o la más imperceptible tara, se desecha de la selección para las cajas de importación y se deriva al consumo nacional. La distribución tiene sus días concretos según los días de la semana, lunes Estados Unidos, martes y miércoles Europa.
Una vez seleccionado se procede al embolsado, proceso de la cadena en el que se ubica Edgar, con más de 30 años de antigüedad en la finca. Sus manos están curtidas del proceso de millones de frutas, su piel es un calendario abierto de la vida urabaense, en su mirada, como en tantas otras, más allá de sus palabras y sus pupilas, se atisban mil y un horizontes, muchos de ellos sombríos. En un tiempo vivió, como tantos otros, dentro de la misma finca, para evitar el transporte y el coste inasumible de una casa propia.
Pero luego empezó esa vaina de los que supuestamente luchaban por la dignidad de los pobres, que caían a bala indiscriminada en redadas por sorpresa con el tufo de la muerte que alteraban las noches y las madrugadas; empezó el terror, el sinsentido, hasta el punto que tuvieron que tomar la determinación de buscar casa en las afueras, en las ciudades y corregimientos. Edgar encontró un pequeño hogar sin ventilación alguna, con viejos enseres pero nuevas ilusiones por sacar adelante a sus cinco hijos. Con coraje y doce horas diarias, a veces trece, a pocos pesos la hora, los sacó adelante. Sigue embolsando en espera de su pensión humilde, ora a diario pidiendo salud y paz. Dice que no es mucho pedir.
Edgar, como cualquiera, para llegar hasta allí atraviesa esa especie de arterias que se abren paso entre la tierra en forma de trochas y conforman un laberinto de millones de plantas, muchas de ellas con la bolsa azul que cubre el fruto y lo protege de plagas y perjuicios. Es un paseo agradable, cercano al corregimiento de Currulao en el caso que me ocupa, e incluso muy accesible en una bicicleta por el escaso kilometraje. En cualquiera de los casos hay que hacerse con un guía que le optimice el tiempo y las sensaciones y le evite al tiempo algún desagradable incidente.
El proceso del banano en sí es un espectáculo. La falta de desarrollo turístico de la zona hace que se dejen de explotar las visitas organizadas a las fincas bananeras, que seguro formaría parte del escaso tiempo de ocio que los hombres de negocios que circulan por la zona tienen en sus agendas, y serviría de alternativa al tráfico de turistas que vía Turbo se dirigen al vergel de las playas de Capurganá y alrededores.
De regreso a Medellín, por la misma vía, bajo el mismo sol, tras una sopa casera de Mondongo en un comedor escolar, tras una conversación surrealista con un pequeño combo de unas cuatro iguanas apostadas a los lados de la cancha del colegio, miro al cielo y veo que la luz no ciega, que la huella del banano es el pasado, pero también el presente y sobre todo la base del futuro. Las gentes del Urabá, creyentes y de profunda fe, siguen orando y mirando hacia arriba. No les duele el sudor, no les causa infelicidad alguna la humildad de sus moradas, tan solo cruzan los dedos para que no regresen jamás los días en los que las balas hicieron más famoso este suelo que los deliciosos bananos que sirven de empuje a la economía nacional, cuya administración sigue evidenciando tremenda desigualdad, pero como en el caso de la comparación de Medellín y Bogotá, eso es, sin dejar de ser parte del camino, música de otro cantar. Lo último que se ha de perder es la esperanza.