En Colombia, la proyección del Presupuesto General de la Nación (PGN) para el año 2019 es de $ 258.9 billones. Mientras que el sector de Seguridad y Defensa contará con un incremento de $ 3.5 billones, la educación superior tendrá un aumento de $ 1.97 billones, los cuales se destinarán para “Calidad y Fomento de la Educación Superior”. Este concepto incluye costos operacionales del Sistema de Aseguramiento de la Calidad, financiación de la demanda de las cohortes del programa Ser Pilo Paga, estampilla de la Universidad Nacional y fomento a la Educación Superior. En la práctica este incremento no resuelve para nada la crítica situación de las universidades públicas, las cuales, según datos del Sistema Universitario Estatal (SUE), en la actualidad enfrentan un déficit en funcionamiento de $ 3.2 billones y en inversión de $ 15 billones. Mientras que el PNG se aprueba definitivamente en la plenaria del Congreso de la República el próximo 20 de octubre los rectores del SUE solicitaron $ 500.000 millones adicionales, basados en que estos debieron haber ingresado en 2018, pero terminaron en las arcas del Icetex y el programa Ser Pilo Paga. Al parecer, dichos recursos serán asignados como medida necesaria para “mitigar” la problemática.
Ahora bien, existen múltiples factores que explican y sostienen este problema. El primero, de carácter estructural, obedece a la fórmula planteada desde la Ley 30 de 1992, la cual determinó que el incremento anual al presupuesto de las universidades públicas estaría sujeto al costo de vida (o Índice de Precios al Consumidor - IPC) establecido por el Ministerio de Hacienda. Como ha sido explicado en muchas ocasiones, este criterio no suple las necesidades de las universidades públicas, y por lo contrario ahonda su desfinanciación. A modo de ejemplo, mientras que en 1993 existían 159.218 estudiantes de pregrado en el sistema universitario estatal, en 2016 estos llegaron a 611.800. El incremento de cobertura exige más profesores calificados (con contratos laborales decentes incluso para los profesores que no son de carrera), más inversión en infraestructura física y tecnológica, y mejores condiciones de Bienestar Universitario. Por otro lado, el compromiso con la investigación científica, la publicación de resultados de investigación y la formación avanzada de profesores exige recursos que van más allá de los escasos rubros de funcionamiento. El pírrico incremento mencionado no da para enfrentar este tren de gastos e inversiones. Por último, el Estado exige a las universidades públicas que se sometan a los procesos de acreditación nacional y certificación internacional, los cuales han sido alcanzados gracias a la calidad académica de sus comunidades, y no por el apoyo de los gobiernos de turno al mejoramiento de la calidad.
En segundo lugar existe un problema más profundo que se sitúa en los planos político e ideológico de la sociedad. Se trata de lo que el profesor Julián de Zubiría ha llamado “una guerra contra la educación pública”, que contempla una afrenta política, económica y mediática permanente la cual busca el desprestigio, la estigmatización y la inviabilidad de la universidad pública. Infortunadamente, los gobiernos que hemos padecido desde la década de 1990, hasta la fecha, se han propuesto empobrecer económicamente a las universidades públicas, a la par con una serie de medidas que buscan su precarización, señalamiento y deslegitimación social. Como se observa hasta el momento, el gobierno del presidente Duque, acompañado de las fuerzas más retardatarias de la sociedad en el Congreso de la República, los gremios económicos y algunos medios de comunicación, implícitamente se han declarado enemigos de la educación estatal y la universidad pública en particular. Esta segunda causa es tan seria que algunas universidades privadas han acompañado la perspectiva neoliberal de estos gobiernos. El ejemplo más reciente es el programa Ser Pilo Paga (con los recursos de 40.000 pilos se hubieran financiado más de 200.000 estudiantes en universidades públicas). Uno de los aspectos más graves de este programa, que en realidad fue un gran negocio auspiciado por el gobierno anterior, es que la universidad privada que más captó recursos con este artilugio, fue la que diseñó este esquema de financiación de subsidios a la demanda con la entonces ministra de educación Gina Parody. También es bueno recordar que, por más que en diversos foros se les solicitó que no cometieran esta irresponsabilidad con los recursos de la educación pública, fueron 31 las universidades privadas que contribuyeron a la profundización de esta crisis.
La tercera causa está relacionada con la democracia universitaria y la toma de decisiones en las universidades públicas. La ley 30 ya mencionada, en una extraña manera de resolver la autonomía universitaria, estableció que el Consejo Superior Universitario, máxima autoridad de estos establecimientos públicos, estaría conformado por una minoría de representantes de la comunidad universitaria (estudiante, profesor, directivas académicas) y una mayoría de representantes del gobierno y la sociedad (representante del presidente de la República, representante del gobernador o alcalde, representante del Ministerio de Educación Nacional, representante de los gremios económicos, representante de los egresados y representante de los exrectores). Esta composición de relaciones de fuerza en los consejos superiores ha traído consigo no solo que los intereses politiqueros de caciques regionales y partidos políticos tradicionales se tomen estos organismos, sino que la tecnocracia de línea neoliberal procedente del gobierno central y el Ministerio de Educación intervenga en las decisiones fundamentales de las universidades públicas. Esto ha hecho que en varios entes universitarios se manipulen procesos de elección de rector, se promuevan medidas para endeudar a las universidades, se estimule la venta de servicios, se incrementen las matrículas y se introduzcan clientelas en cargos administrativos.
Con base en las consideraciones anteriores, es necesario hacer un llamado a la ciudadanía para defender a la universidad pública, que en el fondo es uno de los pocos patrimonios que aún nos quedan. Es necesario que los congresistas de línea progresista y demócrata se comprometan con la reforma a la ley 30, no solo en lo concerniente a la financiación de las universidades sino en lo que corresponde la democracia universitaria y la toma de decisiones en las comunidades. Es necesario recomponer la conformación de los consejos superiores y evitar que estos continúen siendo funcionales para la politiquería y la corrupción.
Por otro lado, es necesario que algunos dueños y directivos de las universidades privadas efectúen una especie de acto de reparación, después de la irresponsabilidad de captar los recursos de las universidades públicas para el negocio de Ser Pilo Paga, y se solidaricen con esta lucha. Por responsabilidad política (o “social empresarial”, como a ellos les gusta decir), sería fundamental promover este debate en sus propios claustros y comunidades. Otro sector difícil de poner en sintonía con esta problemática es el de los gremios que, paradójicamente, tienen asiento en los consejos superiores. Se espera que entiendan que el desarrollo de un país no se logra arrinconando a la universidad pública y llevándola a su debacle, y que muchos de los profesionales que actualmente sostienen empresas en Colombia son egresados de estas. Por último, es fundamental que los medios de comunicación se comprometan con una información verdadera, sincera y responsable. Es necesario que no solo expliquen con rigurosidad lo que ocurre con las universidades públicas, sino que contribuyan a la construcción de opinión pública y ciudadanía social desde su quehacer.