La Coordinación de Exámenes de Traducción e Interpretación Oficial de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) y su Facultad de Ciencias Humanas desconocerían concepto de la Cancillería en la que se distingue entre «traducción» e «interpretación» y se critica la normatividad colombiana por tratar el asunto “de manera dispersa”.
¿Cómo haría un traductor sordomudo o un intérprete invidente, por ejemplo, para aprobar ambas partes del examen oficial que ofrece la Universidad Nacional de Colombia (única en la capital en ofrecer dicho examen)?
No existe un examen de «traducción oficial» y otro de «interpretación oficial», solo uno en «traducción e interpretación». Es decir, que una persona no puede certificar ante la autoridad competente uno de los dos oficios, sino ambos. ¿Estaría la UNAL desconociendo el derecho de traductores e intérpretes en general a escoger su profesión u oficio (especialmente en los dos ejemplos antes expuestos)? Con base en un concepto de la Cancillería, que separa el oficio del «intérprete» del oficio del «traductor», parecería que es así, igualmente según la opinión mayoritaria del gremio.
Mientras que la «traducción» consiste en un ejercicio escrito o literario, la «interpretación» en uno oral y simultáneo. “Se espera del traductor que domine a la perfección la escritura, mientras del intérprete, velocidad y prontitud”, sostiene uno de los miembros de la Asociación Colombiana de Traductores e Intérpretes (ACTTI). “Para mí, el intérprete es como el corredor de fondo y el traductor un maratonista”, precisó. Según esto, no sería lo mismo «traducir» que «interpretar», en la medida en que exigen competencias diferentes.
El Ministerio de Relaciones Exteriores, por su parte, advierte (Concepto 22692 de 2017) que “la normatividad colombiana hace referencia a la actividad de intérprete oficial de una manera dispersa en el ordenamiento legal”, es decir, que no es clara al respecto. “Hay que precisar que, en ocasiones, se alude indistintamente al concepto de intérprete oficial, el cual se entiende como la competencia oral para traducir un idioma, que técnicamente difiere sobre el concepto de traductor oficial, que es la competencia escrita para traducir documentos”, explicó la Cancillería.
Mientras el «traductor» debe dominar aspectos de la gramática y la puntuación, por ejemplo, además de la composición escrita, el «intérprete» apela a la paráfrasis, es decir, hace una reconstrucción del contenido en sus propias palabras muy rápidamente.
La Universidad Nacional, sin embargo, ofrece un único examen donde el aspirante debe aprobar ambas competencias, pese a constituir oficios diferentes, lo que parecería desconocer el Artículo 26 de la Constitución Política, el cual consagra la libertad “de toda persona a escoger su profesión u oficio”. Con base en esto y en el concepto de la Cancillería, ¿no debería la Universidad Nacional en Bogotá, como la de Antioquia en Medellín, ofrecer dos exámenes separados y uno combinado?
El año pasado hubo quien así se lo solicitara a la Universidad. De hecho, uno de los funcionarios de la Coordinación de Exámenes Oficiales de la UNAL, en un comunicado del 13 de septiembre de 2021, se solidarizó con la solicitud diferenciadora del aspirante cuando expresó:
“Algunos gremios de traductores e intérpretes acertadamente son conscientes de esto y han tocado las puertas de esas entidades para explorar eventuales soluciones y proponer normatividad nueva al respecto; también se han reunido con universidades como la nuestra para analizar la situación”.
Es cierto que la Constitución Política consagra también la autonomía universitaria. De hecho, dice que “se garantiza” y que “las universidades podrán darse sus directivas y regirse por sus propios estatutos, de acuerdo con la ley” (Artículo 69). En este caso, dichos estatutos serían los Acuerdos 117 y 133 de 2017 de la Universidad certificadora, pero ninguno de estos distingue entre «traducción» e «interpretación» (ni siquiera para el caso de personas sordomudas o invidentes).
No obstante, la Corte Constitucional ha sostenido en múltiples ocasiones que “la autonomía universitaria no es absoluta” y que “tiene su límite en el respeto por los derechos fundamentales” (Sentencias C-162 de 2008, C-137 de 2018 y T-691 de 2012).
Por otra parte, también habla de los «derechos fundamentales por conexidad», es decir, “aquellos que, no siendo denominados como tales en el texto constitucional, sin embargo, les es comunicada esta calificación en virtud de la íntima e inescindible relación con otros derechos fundamentales”. La Corte también aclara: “La fundamentalidad de un derecho constitucional no depende solamente de la naturaleza del derecho, sino también de las circunstancias del caso” (Sentencia T-491 de 1992).
El 16 de febrero de este año, un aspirante que impugnó la decisión de la Coordinación y del Consejo de la Facultad de Ciencias Humanas (FCH) de la Universidad interpuso también una tutela con base en los argumentos antes referidos después de que dicho órgano le negara, en enero del mismo año, su solicitud de ser evaluado en una de las dos competencias, no ambas, con arreglo al Concepto 22692 de la Cancillería y de la Asociación de Traductores e Intérpretes.
Este aspirante ya había presentado el examen en marzo de 2017, habiendo obtenido un puntaje casi perfecto en «traducción»: 24/25, lo que equivale al 96% (Prueba ING0002). Sin embargo, reprobó, pues en «interpretación» no le fue muy bien: 19,6/25 (78.5%).
El concepto de un miembro de la Asociación Colombiana de Traductores e Intérpretes (ACTTI)
Tras haber sido entrevistado el pasado viernes 4 de marzo, el veterano en la materia (cuyo nombre prefiere mantener en reserva) contestó las siguientes preguntas así:
¿Son realmente dos oficios diferentes?
“Desde luego, no es lo mismo traducir que interpretar. Se trata de dos oficios distintos en la medida en que exigen competencias diferentes. Se espera del traductor que domine a la perfección la escritura en la lengua de llegada, mientras que del intérprete se espera velocidad y prontitud. Ambos oficios requieren que haya ‘fidelidad’, pero este concepto cambia en uno y otro oficio. Para mí, el intérprete es como el corredor de fondo, y el traductor, un maratonista.”
¿El legislador debería ser más claro en la materia?
“La ley colombiana que reglamenta la traducción data del Gobierno de Laureano Gómez (1951) y está atrasada en más de setenta (70) años respecto a las condiciones actuales de trabajo tanto de intérpretes como de traductores. En Colombia nos urge un nuevo marco legal. Las instituciones que imparten los exámenes de traductor e intérprete oficial se lucran abusivamente de los examinados, pues menos de uno de cada diez candidatos logran pasar los exámenes. Con pruebas cuyo costo para el candidato sobrepasa el millón de pesos, estos exámenes son una pingüe fuente de ingresos para esas instituciones y resulta ingenuo esperar de ellas un ánimo modernizador”.
¿Qué piensa del hecho de que la Coordinación de Exámenes de Traducción e Interpretación Oficial de la UNAL no distinga entre ambos oficios, tratándolos como un único oficio, y de ahí que ofrezca un único examen, teniendo el aspirante que aprobar una evaluación en ambas competencias, pese a ser diferentes?
“Es un despropósito y un absurdo. Conozco excelentes traductores que no son buenos intérpretes, y viceversa. En la ACTTI, como en la mayoría de asociaciones gremiales del mundo, establecemos claras diferenciaciones en esta materia. El anacronismo del marco legal en materia de traducción e interpretación solo favorece a las universidades Nacional y de Antioquia, que ejercen un monopolio abusivo con el negocio de las licencias oficiales. Como gremio, luchamos por la actualización de dicho marco legal”.
Algunos profesionales han criticado también la falta de requisitos de admisión a propósito del examen cuya certificación tiene consecuencias legales (cada persona certificada cuenta con un sello), pues cualquier persona, con o sin experiencia o formación en la materia, puede presentar el examen. El 90% reprueba.
Esto incrementa no solamente el número de inscritos y reinscritos sino también la cantidad de dinero que le entra a la institución. El examen cuesta 1.272.000 COP. Así, parecería que son dos cosas las que juegan en contra de todos los examinados: la no distinción entre traducción e interpretación y la ausencia de requisitos de admisión. “Por eso tiene todos los indicios de ser un negocio”, sostiene, por su parte, un aspirante al examen.
El intríngulis de un artículo en Ley 962 de 2005
Tras la solicitud diferenciadora hecha por los aspirantes, la UNAL ha salido a protegerse haciendo alusión al Artículo 33 de la Ley 962 de 2005, donde el legislador, sin reparar mucho en detalles, hace referencia a la materia como “traducción e interpretación” y “traductor e intérprete”. ¿Querría eso decir, acaso, que el legislador entiende que es lo mismo «traducir» que «interpretar»? En cualquier caso, dicha norma no prohíbe, en modo alguno, separar un oficio del otro, como lo hizo la Cancillería en Concepto 22692 de 2017, donde, además, critica la normatividad colombiana por tratar el asunto “de una manera dispersa”.
De hecho, con base en la misma autonomía en que se apoya la UNAL para no separar una cosa de la otra, es que puede separarlas, contando, además, con el visto bueno de la Cancillería y, sobre todo, del gremio (ACTTI).
Algunos opinan que una demanda de inconstitucionalidad parcial de la norma en cuestión podría definir el asunto, es decir, si el legislador cambiara la «e» copulativa del Artículo 33 por una «o» disyuntiva, para que la UNAL no pudiera continuar utilizando esto como excusa, según lo pretendió en un oficio dirigido a un aspirante este año citando, incluso, a la Real Academia Española (RAE) para justificar las presuntas implicaciones metodológicas de dicha cópula («e») sobre el examen oficial. Lo que es peor, el oficio pareciera haberlo producido la misma oficina jurídica de la institución.
Una tutela en curso
Actualmente hay un proceso judicial (tutela) en curso y se espera que el juzgado correspondiente pudiera tomar en consideración un concepto de un experto de la ACTTI (anexado por el tutelante) y otro de la Cancillería antes de que se cumplan los 20 días de que trata el Artículo 32 del Decreto 2591 de 1991. Independientemente de que el juzgado falle a favor o en contra del accionante, estos conceptos resultan importantes porque le ayuda al profesional de la ley a comprender mejor un asunto que, al menos en parte, escapa al ámbito del Derecho.
La UNAL, en una parte de la contestación de la tutela, señaló que, como el concepto 22692 (2017) de la Cancillería no es obligatorio, no tiene por qué modificar la estructura de los exámenes, es decir, que puede impartir los exámenes oficiales como lo ha venido haciendo siempre.